Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 33
Así que corro hasta que ya no puedo pensar, hasta que se desvanecen todos los malos recuerdos, hasta que sólo puedo sentir que los músculos me arden. Incluso me digo a mí misma que las lágrimas que corren por mis mejillas son gotas de lluvia.
Cuando al fin aminoro el paso para recuperar el aliento, estoy fuera de la aldea, y he avanzado un par de kilómetros por el terrible camino del norte. Las luces se filtran entre los árboles en una curva e iluminan una hostería, una de las muchas que hay en los viejos caminos. Está a reventar, como cada verano, llena de sirvientes y trabajadores estacionales que siguen a la corte real. Ellos no viven en Los Pilotes, no conocen mi cara, de manera que son presa fácil para el robo. Todos los veranos hago lo mismo, y Kilorn siempre me acompaña, sonriendo junto a una bebida mientras me mira trabajar. Supongo que ya no veré su sonrisa mucho tiempo.
Unos hombres salen de la hostería tropezando y soltando risotadas, borrachos y felices. Sus monederos tintinean, pesados con el salario del día. Dinero plateado por servir, sonreír e inclinarse ante monstruos vestidos como señores.
Yo causé mucho daño hoy, mucho dolor a quienes más quiero. Debería dar la vuelta e irme a casa, para al menos enfrentarme a ellos con un poco de valor. En cambio, me acomodo bajo las sombras de la hostería, contenta de permanecer en la oscuridad.
Supongo que para lo único que sirvo es para causar dolor.
No pasa mucho tiempo antes de que las bolsas de mi saco se llenen. Los borrachos salen cada pocos minutos y yo me apretujo contra ellos, exhibiendo una sonrisa enorme para ocultar mis manos. Nadie se da cuenta, a nadie le importa siquiera, cuando yo desaparezco de nuevo. Soy una sombra, y nadie recuerda a las sombras.
La medianoche llega y se va y yo sigo aquí, esperando. Arriba, la luna es un recordatorio brillante del tiempo, de que debería haberme ido hace mucho. Un último bolsillo, me digo. Uno más y me marcharé. Lo he estado diciendo durante la última hora.