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El salto del carro de tropa: me esforcé en que nada delatara mi desamparo. Quizás diez o quince oficiales se encontraban a la entrada de un predio demarcado con alambre de púas que tenía que ser el de las barracas. Hasta ese momento sólo me parecía una triste colección de cabañas de madera y piedra.
«¡Adentro! ¡Maaaaarchen!». Algunos de nosotros sabíamos lo que se indicaba, pero tardó un momento hasta que nos acomodamos en filas de tres. Miré los rostros de los oficiales, unos se veían tensos y otros divertidos. Todo transcurría, por otro lado, con mucha tranquilidad. Hubo un breve control que se llevó a cabo más bien de manera descuidada, en el cual teníamos que salirnos de la fila con nuestras pertenencias. Durante minutos no se oía otra cosa más que el ruido de coches que pasaban por la carretera secundaria a nuestras espaldas. De los terrenos con fábricas en la otra orilla sobresalía una gigantesca chimenea con la inscripción veb Leuna.
«¡Cargar aparejos!». La orden: tal vez por descuido, fue gritada casi al mismo tiempo por varios oficiales, de modo que al principio no entendí, pero vi cómo todos al instante se colgaron al hombro sus pertenencias. Algunos incluso llevaban maletas, aunque estaba prohibido por las normas del alistamiento. Tampoco la siguiente orden se pudo entender. De inmediato identifiqué mi miedo: yo no iba a ser capaz de comprender lo suficientemente rápido, o acaso en absoluto, lo que se exigiría de mí en ese lugar. Un ensordecedor silbido cortó el aire, y de la chimenea de Leuna brotó una llama.
Atravesamos el portón —una estructura de tubos de acero sobre la cual se había tensado en diagonal y sin demasiado cuidado un trozo de alambre de púas. El lugar estaba recién pintado, pero se veía como una autoconstrucción, y además venida a menos. Apenas después de algunos metros sobre la calle que separaba las barracas, uno de los oficiales (el suboficial Bade, como después supe) comenzó a marcarnos un ritmo: izquierda izquierda izquierda, dos tres cuatro... En la voz sorda de Bade, que sobre todo se empeñaba en parecer profunda, todo eso sonaba como erda-erda-erda, Do Re Fa-Sol, motivo por el cual dos o tres compañeros se rieron. Se hizo un murmullo que fue acallado al instante por un grito del suboficial. Como si fuera lo acostumbrado, este suboficial marchaba con sus botas impresionantemente pulidas a través de las áreas verdes a lo largo de la calle de las barracas.