Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 71
Las bancas de madera detrás de las sillas representaban evidentemente una especie de área de espera. Todos los lugares estaban ocupados ya, y tuve que quedarme de pie. Los estantes del peluquero entre las piletas y también los mosaicos que había encima habían sido pintados de verde. Un oficial de mayor edad y de cuerpo robusto entró gesticulando entre las sillas de peluquería. Parecía alterado, era obvio que trataba de preguntar por qué los peluqueros aún no habían comenzado con su trabajo. Era el capitán Bruddus, jefe del llamado parque técnico, donde más adelante lo conocí en incontables días de parque y durante mi instrucción como conductor de un W50 Ballon, un camión de carga con una anchura descomunal, cuyas ruedas recordaban a globos aerostáticos.
La navaja eléctrica acallaba el ruido de la película con una especie de sonido de paja triturada. Era agradable cuando la máquina subía por el cuello; por el contrario, cuando amenazaba alrededor de los oídos el sonido era demasiado fuerte. Los peluqueros llevaban delantales blancos de goma encima de sus uniformes, daba la impresión de que en realidad trabajaban en la cocina o en un casino, y que se encontraban sólo eventualmente en el búnker cine. Quedaba claro que no eran peluqueros, aunque sabían manejarse con los pequeños aparatos, y tenían sobre nosotros, al igual que el soldado que manejaba el proyector, la experiencia de por lo menos medio año, o en algunos casos de un inconcebible año, en las barracas. La noche anterior a mi alistamiento mi madre me había cortado el pelo. El hueco angosto de los armarios incrustados en nuestra cocina de edificio nuevo: primero tenía yo que girar hacia la izquierda para mostrar el lado derecho, y luego hacia la derecha para el izquierdo. Al mismo tiempo sostenía un espejo de mano frente al rostro y negociaba con ella cada milímetro.
El peluquero dobló mis orejas y dijo algo que no entendí. El ruido de la máquina era demasiado. Olí su aliento, y por primera vez también el olor del producto desinfectante con el que, según supe muy pronto, se lavaba la ropa interior del ejército. Tarde o temprano, el desinfectante provocaba una erupción rojiza en la piel que daba comezón —luego se usaba una pomada que contenía cortisona. La pomada se distribuía en el Medpunkt, el dispensario, en forma de tubo. No se sabía que tuviera efectos colaterales. Tampoco le importaba a nadie, siempre y cuando hubiera un efecto que aliviara la comezón en el costado interno de la parte superior de nuestros muslos, incluso si el rígido algodón esterilizado hacía que nos ardieran otra vez las piernas.