Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 66
Lo que sucedió en aquella época en el destacamento de la zona militar lo he olvidado casi todo. Recuerdo haber estado completamente dispuesto a obedecer el tono contenido, casi alegre, de las órdenes que ahí se daban. Quizás quería demostrar que yo ni era tonto ni estaba desinformado, y que entendía bien de lo que ahí se trataba, y sin duda esperaba que, después de haber superado el procedimiento, estas cosas pudieran desaparecer otra vez lo más pronto posible bajo mi capa mágica.
Comenzó con la entrega de los documentos de identificación que había que llevar, luego una prolongada espera en el pasillo —acaso fueron dos horas, acaso tres. Al primer interrogatorio breve seguía un recorrido médico a lo largo de varios cuartos, para lo cual tuvimos que desvestirnos y quedarnos en ropa interior. Fui medido y pesado; tuve que mantener el equilibrio sobre una línea a través de la habitación, mantenerme erguido, inclinarme hacia el frente, etc. Logré «seis metros en hablar en voz baja», según los resultados de una prueba auditiva, y según consta en mi cartilla de salud. A pesar de saber, gracias a incontables relatos salpicados de palabrotas, que eso llegaría, al final me sorprendió realmente la rapidez y la firmeza del puño en mis calzones —una mano agarraba mis testículos y los repasaba, testículo y epidídimo, la rutina del tacto que duraba cuatro, quizá cinco segundos, prepucio para atrás, no hay estrechamiento, y entonces: «¡Todo en su lugar!». Algo parecido le dictaba el uniformado médico al aire, y la enfermera a sus espaldas lo anotaba con esmero. Ella estaba sentada en una banca de escuela en medio del cuarto, y escribía sin alzar la mirada con una letra pequeña y meticulosa en la cartilla de salud. Al principio creí que en efecto se trataba de una alumna.
La mayor parte del discurso del médico resultó incomprensible. Pero el tono con que lo pronunció me robó también la última esperanza de que ocurriera un milagro. El sonambulismo consuetudinario que inventé, ya que era sabido que estaba incluido en la legendaria lista de motivos suficientes para ser declarado no apto para el servicio de manera definitiva, fue tomado por el médico en jefe, Dr. Seyfarth (leo su nombre y veo su sello en la cartilla de salud), con indiferencia.