Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 65

«El registro se llevará a cabo el día...», «Los documentos que se deben presentar son...», «En caso de ausentismo injustificado...». El texto contenía esa seriedad a la que yo en secreto le tenía miedo: no había posibilidad de escapatoria. Desde niño me había predispuesto a creer que tales posibilidades sí existían —un método de evasión que me permitía mantenerme un buen tiempo más o menos libre de preocupaciones. Por eso mi madre me decía a cada rato que yo me tomaba todo a la ligera, lo que en realidad no era cierto, ya que lo que yo percibía básicamente, antes que otra cosa en todo lo que pasara, era lo amenazador, sobre lo cual mi fingida despreocupación intentaba expandirse por un instante. Una especie de capa mágica para hacer desaparecer las exigencias del mundo real durante un prodigioso momento.

El término destacamento de la zona militar me impresionaba (y me sigue impresionando hasta el día de hoy): era un término serio, sonaba como a un auténtico léxico de guerra. Yo tenía diecisiete años cuando el año de mi nacimiento, 1963, apareció en el cartel. El 6 de abril de 1981 entré al destacamento de la zona militar, y con ello obedecí la primera de todas las órdenes en mi carrera de soldado. La fecha la tomo de mi cartilla de salud. La cartilla de salud comenzaba el día de la revista militar, y se continuaba por el resto de la vida. Tenía vigencia durante todo el servicio, y al término de éste nos la encomendaban «para custodia personal». Las «Indicaciones para el Manejo de la Cartilla de Salud» están impresas en la cubierta de cartulina de la cartilla: tres indicaciones importantes en letras pequeñas, casi ilegibles sobre la solapa café oscuro, y otras tres indicaciones divididas en puntos y subpuntos referentes al comportamiento personal, incluyendo lo que respecta al manejo cuidadoso de los —según decía textualmente— medios auxiliares para curación, entre los que se contaban también los anteojos de las máscaras de gas, que después del servicio activo quedaban en posesión de sus usuarios, y en consecuencia debían mantenerse limpios, cuidados y listos para usarse. De acuerdo con el punto 3, subpunto 2, párrafo a, los anteojos de la máscara «deben ser llevados en cada nueva llamada al servicio militar». En cualquier otro caso estaba prohibido usarlos, como de todos modos lo hacían algunos de mis amigos, ya que el armazón de plástico con cintas sobre las orejas —que recordaban a juntas o empaques industriales— simplemente no se resbalaba de la cabeza al jugar futbol. Al ver a un delantero con anteojos de máscara de gas, era imposible no pensar en Wolfgang Borchert, a quien leíamos con entusiasmo en el primer año de estudios: «¿A eso le llama usted anteojos? Creo que se está haciendo el gracioso».


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