Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 68

Se hacían llamados por nombres, casi siempre varios de una sola vez —la letra S estaba bien representada. Como siempre, había muchos Schmidt y Schulze, e incluso alguien más que también se apellidaba Seiler, lo que no me sorprendió especialmente, ya que en el pueblo del que salimos para instalarnos en la ciudad, insertándonos así en la zona militar de Gera y su ineluctable destacamento, varias familias llevan este nombre —«ni parientes ni emparentados», como siempre se recalcaba. Me alegré de no haber olvidado esa mañana ponerme mis pantalones deportivos, y en secreto triunfaba yo sobre aquéllos a los que consideré sujetos desprevenidos en calzoncillos guangos de rayitas.

Al final, la comisión de la revista militar, cuatro oficiales y sus preguntas: yo no tenía ni muchos ánimos, ni una buena historia. Pocos ánimos eran suficientes para rechazar un tiempo de servicio más largo (tres años o más, en lugar de dieciocho meses), y llegando al límite declinar el servicio: «Creo que yo sería incapaz de dispararle a alguien» —eso bastaba, también sin historias, cualquiera lo sabía.

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El miedo se fue instalando de manera espasmódica. Llegó un momento en que ya no podía yo cruzar la plaza de la estación del tren sin pensar en el 1 de noviembre, el día de mi alistamiento. Antes de entrar a la sala de la estación, mi vista se desviaba inevitablemente hacia la derecha, hacia los andenes de la estación de maniobras. Ahí, en uno de esos andenes, se encontraba la rampa donde los soldados de la ciudad y de la zona de Gera habrían de encontrarse.

Algunos meses antes había yo acompañado a mi amigo M. hasta ahí, a las cinco de la mañana. Frente a la rampa se había reunido ya un grupo relativamente grande con bolsos de viaje. Toda la escena estaba iluminada por los faros de algunas camionetas de carga, cuyos motores permanecían encendidos. En algún punto del camino sobre la plaza de la estación del tren perdí a mi amigo. Se despidió con un breve abrazo, cruzó una frontera invisible y desapareció. Desde donde estaba lo podía ver muy bien. Vi cómo irguió la espalda, sus pasos se volvieron más cortos, su caminar se adecuó a las disposiciones del otro lado. Poco antes de llegar a la rampa se volteó una vez más: me envió un saludo, es decir, a empujones alzó al aire el brazo izquierdo. Se veía desamparado, y al mismo tiempo parecía que hubiera querido darme alguna señal de resistencia. Y al hacerlo quedó deslumbrado por los faros de los vehículos de transporte. «¡Apaguen sus cigarros!»: fue lo último que oí; luego le devolví el saludo, me di la vuelta y conduje a casa.


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