Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 70
Todo intento de mantener el mismo paso cargando sacos y maletas terminaba siempre en grotescos saltos y tropezones. Lo más extraño, sin embargo, era el vapor: un vapor ligero y blanco que por todas partes brotaba de la tierra, de las grietas en el cemento de la calle, de las ranuras de los andadores entre las barracas, y en algunas partes se elevaba como una neblina maravillosa desde las partes donde había pasto. El suboficial de las botas relucientes marchaba a través de todo esto aparentemente impasible. Cuero negro, resplandeciente, empañado de vapor —tal es la imagen introductoria de mis recuerdos de esa época.
Asignación en la barraca 6, dormitorio 10: siete literas de hierro, catorce armarios, un armario para escobas, catorce taburetes, una mesa. Era el cuarto al final del pasillo, estaba enfrente de la habitación del sargento Zaika —un enemigo, como habría de verse. Por el contrario, los trece hombres de mi dormitorio desde el principio me parecieron amigos.
En las siguientes horas recorrimos los laberintos de las barracas de uniformes y de pertrechos. Hacia el mediodía ya todos estaban vestidos con uniforme para salir. En una construcción plana cerca del portón recibimos sopa y té. Desde ahí marchamos de regreso por la calle hasta un edificio que parecía un búnker de grandes dimensiones. Un enorme bloque semicircular sobre cuyo vértice se marcaba claramente una resquebrajadura. Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine. El búnker cine era sorprendentemente espacioso. Sólo segundos después de habernos sentado se apagó la luz. Yo agradecí la oscuridad. De lo que trataba la película casi no me acuerdo. Salían tanques Panzer y otras armas, aunque se hablaba continuamente de la paz y de la difícil pero indispensable tarea de defenderla. Yo tenía los ojos cerrados cuando alguien me tocó en el hombro. Era el suboficial de Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un cine, o en todo caso había una pantalla y varias filas de butacas plegables, y muy pronto escuché por vez primera el nombre búnker cine las botas empañadas. No dijo nada, pero supe que tenía que levantarme. Mi sombra se proyectó contra la pantalla y se mezcló con las imágenes de un campo de prisioneros. La película mostraba ahora una ciudad completamente destruida por la guerra; sobre las ruinas de la altura de una casa se encontraba de rodillas un soldado del Ejército Rojo ondeando la bandera roja, mientras mi sombra agachada se iba desvaneciendo a sus pies. Nos dirigimos hacia un par de luces pálidas que se extendían a lo largo. Por un momento vi al soldado que accionaba el proyector. Su aspecto era sereno, y yo lo admiré. Porque desde hacía mucho conocía todo eso. Y porque lo había sobrepasado (pensé: sobrevivido). En la pared al otro extremo del búnker se habían colocado algunos espejos. Frente a los espejos había poderosas sillas con estribos de metal para recargar los brazos y la cabeza, y con el asiento de altura regulable. Debido a las ideas que me había formado, en lo primero que pensé fue en sillas eléctricas. Ciertamente no se trataba más que de los enseres de un peluquero —eran sillas de peluquería grandes y anchas, forradas de cuero color vino. Los asientos eran enormes, y los respaldos emitían un resplandor grasoso a la luz de lámparas de cono que colgaban de largas barras de metal desde el techo del búnker.