Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 60

¿Creerán que así podrán borrar de su memoria la muerte de esa joven virgen, que, aunque asesinada en su lecho, quién sabe si no tendría oculto bajo la almohada el dulce sueño de cometer un atentado suicida contra nosotros? Pero el expediente ha sido cerrado sin que tampoco se haya descifrado la identidad de la «figura» aparecida aquella noche de luna, y mientras, aquí sigue floreciendo con fuerza esta íntima amistad.

Una amistad que me intranquiliza. Por las noches, en lugar de torturarme con preocupaciones de mayor importancia, me dejo arrastrar por la confabulación de cómo destruirla, ahora que mi único hijo ya no vive bajo mi potestad porque se ha mudado con su amigo del alma a otro piso.

Por eso no les advierto de antemano de mis visitas, sino que me presento a las horas más intempestivas. Pero como mi hijo es vigilante en un centro comercial la mayor parte del día para poderse pagar en un futuro los estudios de Derecho, en el piso me encuentro solo al amigo del alma. La delicada y sensible criatura parece preferir pasarse el día encerrado entre cuatro paredes, quizá por miedo a encontrarse por la calle a un interrogador militar que no lo haya investigado todavía.

Sea como fuere, ahí está ante mí en el pequeño piso, con un delantal, envuelto en una suave y excelente música mientras se ocupa de las tareas del hogar. Friega los suelos, guisa, lava los platos, hace la colada, plancha, y cuando se siente iluminado, hasta cose los botones que hayan podido caérsele a la ropa de mi hijo.

Me recibe con un entusiasmo asfixiante. Tanto, que resulta difícil saber si me teme o si más bien se alegra de verme. Al instante extiende un mantel sobre la mesa y se apresura a querer hacerme probar el guiso que le ha preparado a mi hijo. Pero yo rechazo la invitación, y no sólo por temor a ser envenenado, sino para que no vaya a creerse que su mediocre talento como ama de casa me puede llegar a parecer sustitutivo de una nuera para mi hijo.

No es de extrañar, pues, que tras una de esas visitas me despierte a media noche, me ponga el abrigo y salga corriendo hacia la entrada del centro comercial para sacarle al vigilante la respuesta a una sencilla pregunta:


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