Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 76

Su mano cogía la pluma con torpe delicadeza. Tenía nudillos macizos, rugosos y maltratados. Los dedos arracimados formaban breves tubérculos. La piel manchada y con grietas imitaba la corteza de un árbol centenario. El sombrero que dejó acomodado en sus piernas se adornaba con un velo de oscuridad ancestral; un polen tan delicado que se esparcía por el aire con el más leve temblor, dejando volar los restos de un prolongado naufragio. Pensé que el hombre vivía extraviado en otro siglo.

Seguí leyendo mi libro. Trataba sobre una chica que vivía en un hotel de nombre misterioso y gótico: Castleview. Los huéspedes no sabían lo que podía sucederles. Una pareja de amigos terminaría a golpes cuando la chica lograra secuestrar con sus encantos al más joven e inexperto. El más viejo suponía el paso de años monótonos para el nuevo matrimonio sin comprender si esos días pasados en Castleview pertenecían a la magia o, tal vez, al sueño. Me impresionó la aventura. El jugueteo amoroso que transcurría en el riesgo, en la triste incertidumbre de sospechar el futuro como una tierna esperanza o una equivocación que arruinaría la amistad entre la nueva pareja. Cuando cerré la novela, me abandoné a la lectura de unas líneas que trazó el hombre en su cuaderno.

«¿Por qué hemos perdido a esas personas? ¿Quién nos obliga a hacer esto?».

Me suspendí en las preguntas, olvidando la cautela que disimula a un curioso.

—¿Le interesa? —averiguó el Capitán.

Su voz me sonó tan rancia como el traje que invocaba un legendario pasado. La mirada que mostró me resbaló hasta los huesos.

Murmuré, atarantado, alguna torpe disculpa.

—No se preocupe –respondió.

Aventuré una sonrisa esperando que salvara mi situación indiscreta.

—¿Qué lee? —me preguntó.

Fijó la vista en el título, pronunció con suave dicción las letras de Castleview y se redujo al silencio.

—¿Y usted? —le dije.

—La historia de mi mujer —respondió, mirando con tristeza el libro. Después agregó—: Se me murió. Así tenía que ser.

Y al tiempo que la amargura se deslizaba en su voz, me señaló aquella línea, tan breve y tan sencilla que me asombró el prodigio de resumir una muerte en su delgada silueta. Sería por eso que el libro se alargaba hasta alcanzar la magnitud de una Biblia: para explicar los motivos que esclarecían el misterio.


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