Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 50
Detesto la fruta y el frutero, rebosante, ocupaba buena parte de la mesa, su colorido, perfumado, asqueroso centro.
La visión de una guayaba, su perfume de sexo descompuesto, me orilló al vómito.
Una papaya partida a la mitad, como un ovario tropical y hediondo, hizo aún más intensa mi náusea.
Cerré los ojos.
Mastiqué el pan untado de mantequilla, los huevos revueltos sin sal.
¿Dónde escondían el condimento?
Imposible encontrar la sal ausente.
Eran hábiles, mi madre, su esposo, sus demasiadas hijas.
No lo serían más que yo, no: yo el más hábil.
No más.
Sería, para empezar, mejor que ellos.
—Soy mejor que ellos —me dije.
Y salí a la calle, presuroso, sin lavarme los dientes.
Las llantas de mi bicicleta no tenían aire, la travesura de alguna de los niñas, la mayor seguramente, la única que, además del esposo de mi madre, tenía conciencia de ser la rival que había ganado el terreno enemigo.
Ya arreglaría cuentas con ella, más tarde.
No ahora.
Aún no.
Ahora empujé la bicicleta pendiente arriba, a la punta del cerro, hasta la gasolinera desde donde la ciudad se veía aún más grande que lo que de ella podía ver desde mi atalaya en la azotea.
—Seré mejor que todos ustedes —dije, mascullé entre dientes, con un puño levantado, la manguera del aire en el otro, la mirada intentando abarcar la mancha monstruosa de parques, viviendas, negocios, escuelas, calles y parques allá abajo, la ciudad llena de gente a la que, muy pronto, superaría.
—Sabrán quién soy —les dije en voz muy alta—, todos ustedes sabrán quién soy.
Me agaché, inflé la llanta delantera, luego la trasera, le lancé una moneda de poco valor al dependiente de la gasolinera, un hombre regordete y risueño que parecía a punto de sufrir un infarto, aunque de reflejos notables: esquivó el golpe del metal con elegancia, como un contorsionista.
—¡Seré mejor que tú! —le grité; y pensé: mañana te clavaré una moneda entre las cejas, proletario.
Me monté a la bicicleta y pedaleé con vigor hasta llegar a la pendiente.
Descendí con las piernas alzadas, el viento contra mi cara, las manos al aire, un portento del equilibrio y la velocidad, yo, todo yo con mis veintidós años recién cumplidos.