Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 51

El cruce apareció ante mí como una epifanía.

¿Frenar o no frenar?

Pausa

Disculpen que nos entrometamos, nosotros, la voz de los cerros.

Allí permanece, en pausa, nuestro hijo en su bajada a la ciudad, una sonrisa deforme en la cara de pocos atributos, los ojos protegidos por las lentes de unas gafas poco discretas.

Nuestro hijo que está a punto de irse para siempre, de abandonar las alturas que lo vieron crecer, la atalaya en la que, arrimado, vive con una familia que no lo quiere, que no repara ni en su ingenio ni en su evidente potencial.

Mírenlo.

Fíjense bien en él.

Aunque ahora no den un peso por su persona, ya han sido advertidos: nuestro hijo, pródigo o no —eso aún lo ignoramos—, será alguien.

Nuestro hijo, el portavoz de los cerros, será el mejor.

Será mejor que ustedes.

Será mejor que nosotros.

Será mejor que tú, lector.

Pero quitemos la pausa, dejemos a nuestro hijo rodar sin frenos hasta el semáforo, las tres luces, sólo una de ellas encendida, colocadas de manera horizontal, una afrenta a su daltonismo.

Nacimiento (continuación)

No frenar.

El claxon de un coche, luego otro.

Docenas de cláxones dándome la bienvenida, mi llegada triunfal al pie del cerro.

Cogí el manubrio y giré a la derecha.

El rechinido de varias llantas, un golpe seco a mis espaldas, una miriada de pitidos.

Había provocado un accidente.

Provocaré más, me dije.

—¡Todos sabrán quién soy! —grité.

Pedaleé de nuevo, alcé un brazo, hice un gesto obsceno con los dedos, sin volverme a ver a los coches que se habían detenido ante mi paso.

Ante el paso de la mejor persona del mundo: yo.

Pausa: una visión prospectiva

Hay un hombre postrado en una cama, el cuerpo invadido portubos, bolsas de suero y un tanque de oxígeno a sus costados, un medidor de signos vitales encendido día y noche, el pitido intermitente como la voz titilante de una estrella moribunda.

Nadie en el cuarto más que él: un poeta, pero no cualquier poeta: el Poeta.

Afuera, en el pasillo del hospital, un corro de hombres —ninguna mujer entre ellos: todas en casa haciendo la cena o corrigiendo sus textos— parece confabular, rostros serios, solemnes, ojeras que abarcan casi la totalidad de sus caras, la tez cenicienta, los trajes grises.


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