Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 53

En el cuarto permanecen el Poeta, el aprendiz y la enfermera, quien aún guarda esperanzas de ser contemplada, aunque sea por el joven imberbe que no puede dejar de mirar el bulto que perturba la prolijidad chata de la sábana tendida sobre el cuerpo.

No.

El joven, advenedizo como todos los que han sido admitidos recientemente al corro, no repara en la enfermera, ni siquiera cuando ella se coloca a su espalda y finge asomarse sobre su hombro para mirar lo que él mira, la excusa para posar sus pechos sobre su espalda, pero nada, ninguna reacción provoca sus pezones inflados de sangre en el aprendiz embelesado ante el Poeta.

Frustrada, la enfermera busca romper el encantamiento.

—Es una erección —dice ella—, todas las tardes es la misma historia.

De pronto consciente de que los demás se han ido, el joven imberbe señala el umbral.

—Déjeme solo con el Poeta —le ordena a la enfermera.

—Y cierre la puerta cuando salga —añade.

La enfermera, ahora del todo ofendida, deja de restregar sus tetas contra la espalda del aprendiz, refunfuña, le entrega una caja de klínex y deja el cuarto; quizás en el dormitorio encuentre algún médico deseoso de entenderse con ella, ya se lo habían advertido antes: con los hombres de gris no se puede, ya sabes, son intelectuales, claro que, si así lo quieres, inténtalo.

Pero nada.

Mientras la enfermera avanza a paso rápido, furiosa en pos de un hombre que sí se fije en ella, el joven imberbe se acerca al Poeta y levanta la sábana, descubre el motivo que la abulta.

Babeante, el aprendiz coge el miembro enhiesto del Poeta entre sus manos, perlas de sudor en las palmas...

Pero el futuro aún no llega: no.

Regresemos al presente, con nuestro hijo, allí, al pie del cerro, una seña obscena en su mano, el choque por él provocado a su espalda.

Mirémoslo, pues, llegar a su trabajo.

Y callemos, regresemos a nuestro silencio de cerros: dejémoslo hablar a él, el mejor de todos.

Revelación

Encadené la bicicleta a un poste y crucé el umbral del edificio.

Ella, la recepcionista, no reparó en mí.


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