Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 48

La ciudad no expulsa a nadie, al contrario: cautiva y engaña, seduce con un falaz canto de sirena fuera del agua, las tetas al aire.

Muchos ceden y allí se quedan: somos cada vez menos, nosotros, aquí en la cima de los cerros, falsos semidioses, envidiosos testigos, en realidad, de lo que allá abajo se gesta.

Algunos bajan, ven, vencen y regresan victoriosos a mostrarnos sus trofeos, la rebaba urbana por ellos conquistada; otros, simplemente nos dan la espalda y, una vez allá abajo, nos olvidan, como si pensarnos amenazara con transformarlos en efímeras estatuas de sal.

Atardece.

Vigilantes de la ciudad, los volcanes lo miran todo, cada vez menos nieve en sus alturas: uno humea mientras la otra duerme.

El sol se posa a nuestras espaldas y creemos ver nuestra inmensa sombra cubrir la ciudad, nuestra propia mancha sobre la mancha urbana, mancha eclipsada por nuestra fugaz, efímera grandeza de sombra.

No vemos regresar a nuestro hijo, nosotros, concentrados en el ocaso.

Mañana será otro día.

Y él, nuestro hijo, pronto comenzará a desprenderse de nosotros para ser alguien y no volver más a nuestro seno.

Nacimiento

Esa mañana se despertó con una convicción, poseído por la más importante de sus decisiones; no tuvo que desperezarse: estaba pleno de energía, como nunca antes, y se paró de un brinco.

Dio con su reflejo de inmediato, allí, en el espejo de cuerpo completo que había colocado en la puerta del cuarto de servicio, en la azotea de la casa de su madre, su esposo y los demasiados hijos —hijas en realidad: él era el único varón parido por su madre— que le habían quitado su espacio original, la recámara de su olvidada infancia.

Desnudo, el pene erecto y una sonrisa imborrable en la cara, se acarició la barbilla y dijo en voz alta:

—Seré el mejor.

No sería una mejor persona, no: sería el mejor de todos.

No se dirigiría más a sí mismo en tercera persona, como un personaje secundario, no: sería, seré un protagonista.

—Seré yo, por fin.

Eso me dije.

Luego me masturbé; me vacié contra el espejo, ante la imagen de ella, desnuda y testiga de mis estertores, congelada en su pose pornográfica, prisionera del papel cuché y la tinta mancillada por la terca luz del sol.


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