Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 41

Le faltaban las tareas maternales, nunca se había levantado para calmar a un niño o para darle de mamar. Y empezó a levantarse para abrir la puerta del armario, de puntillas, y cada vez más cuidadosamente porque el vestido estaba ganando color y echando luz, debido a la impaciencia. Una mañana lo llevó a la despensa, un lugar donde el hombre no entraba. Pero lo encontraba siempre entre la harina y la lata del café, ya herido, listo para romperse como una planta seca. Tomó a mal que Fátima lo pusiera junto a las cosas feas que no vuelan. En realidad, ejercía más poder con aquella tristeza que cuando se agitaba en el armario sin cesar. Pues Fátima se sentía esa madre que castigó a un hijo y que no tiene descanso mientras dura ese castigo. Había puesto a su niño a pan y agua y temía que se enfermara.

El vestido desprendía un cierto olor, propio de la mala higiene de un recluso. Había perdido los colores de rebeldía, lilas chispeantes, amarillos. «Estás enferma», le decía el marido cuando miraba su rostro cetrino. En lo que él sobre todo reparaba era en los guisos chamuscados, en los tenedores que caían al suelo. «Al menos, acabaste con los ratones», concluía. «Es que el veneno es bueno», decía Fátima. Pensaba en el vestido que moría en la despensa sin aire ni luz ni espacio. Pensaba que tendría que salvarlo, fuese como fuese, aun a su propia costa, aunque la libertad la deshonrase. Hacía grandes planes para su crimen y le decía: «Estamos casi, casi». Estaba segura de que pronto ese vestido se encargaría de su cuerpo, ya sin ceremonia, sin ninguna educación.

«Hoy no ceno», dijo al fin al marido, y el marido no entendió. Ella le dio a elegir dos comidas. En una había puesto veneno, en otra no. Por casualidad, él prefirió la inofensiva. La mujer retiró la letal. «El destino es el que escoge», concluyó. Sacó ese trapo de la despensa, se rio muy alto y salió al jardín. El vestido la llevó por los aires.

La policía ni se molestó en averiguar la inocencia del marido. Todo el mundo hablaba a su favor. La ley debía darlo pronto por viudo para que Dios, a la postre, lo bendijese con una esposa fértil. La ley esperó un tiempo y cedió.


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