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Fátima / Fathma

Fátima se cansó de volar. Pero el vestido no. Corrió leguas. Pasaba por los valles, por montañas, por el día y por la noche, pero tan lejos, tan por encima de los picos más nevados, que nadie veía ni las piernas, ni las vergüenzas, ni la sangre de la mujer. Era un grano de polvo diminuto, totalmente invisible bajo el sol. Brillaba por la noche, pero nadie podía detectar movimiento alguno a tal distancia. Era una estrella entre las demás. Pero Fátima, con su cuerpo humano, tenía hambre. No nostalgia del suelo. Hambre, solamente. Y un cierto temor a dormirse. «Detente un rato, baja», dijo Fátima. Pero al vestido no le gustaba bajar. «Yo soy tu libertad», respondió. «Si vas a la tierra, te prenden de nuevo».

«No hace daño, baja un ratito», insistió la mujer. «Sin ver a nadie».

El vestido descendió sobre el desierto. Sobre el pequeño pueblo de Fathma. Estaba enojado con la mujer y quería castigarla, causarle privaciones. Imaginó que los hombres intentarían aprovecharse de la ocasión, que su olfato cazador se abriría al olor de la hembra extraviada, que atacarían. Pero, en el último momento, el remolino de la falda empezaría. Cuando alcanzara la posición horizontal se convertiría en el filo de un cuchillo capaz de romper unos cuantos brazos.

Ésa era la fantasía del vestido. Pero la noche estaba adelantada. Y no tenía enemigos, sólo pastores que respiraban en paz en sus colchones. Los animales, detrás de las cercas, se inquietaron por unos segundos, buscando la amenaza. Pero pronto se volvieron a dormir.

Fathma, que esperaba algo de la oscuridad, aunque no se preguntaba qué, oyó que los pies de Fátima aterrizaban, con un pequeño golpe contra el suelo. Entonces se levantó muy despacio y fue a espiar, con miedo, por la ventana. Sus ojos enormes brillaban bajo el encantamiento del vestido. Porque el vestido irradiaba una luz fuerte, deseoso de ponerse a levitar.

Fátima abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Quería beber agua. Pero por la rejilla nada pasaría. Temió que la mujer reaccionara y empezara a gritar. No podía distinguir el enojo del temor. Los dos iluminaban de igual forma. Y no tenían manera de explicarse. «¡Aquí no!», le dijo Fátima al vestido. «Quiero aterrizar donde me comprendan».


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