Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 40

Fátima no debía ponerse nunca el vestido amplio. Pero se lo ponía. Entre ella y el vuelo había la red del interdicto que protegía la civilización. Atrapaba a las mujeres fugitivas tal como antes atrapaba las langostas comedoras de cosechas. Tenía un gran zumbido, aquella red, era un dispositivo para el choque. Pero la mujer se temía a sí misma, más que a todas las prohibiciones.

Fathma

Fathma conocía muy poco. Pero, evidentemente, no sabía cuánto le faltaba conocer. Sabía sólo de la regularidad con que la noche caía sobre la aldea. Con la eficacia de un burka natural. Cubriendo a toda la gente, hombres, mujeres, y los animales domésticos, y las fieras. Fathma salía a veces al patio para tocarlo, como quien toca una flor. En el gran desamparo del misterio. Extendiendo las manos y no hallando nada, ella que hallaba aspereza en todas partes. Nunca había pensado en preguntarle a su marido qué había en la noche. No podía proferir una pregunta. Todo era afirmativo en su mundo, orden y contraorden, ley y creencia. Un hierro que aquietaba el corazón.

Porque no había en ella un alborozo, una medida que desborda, un susto. No había ni siquiera maldad. Ni pensaba en el momento en que la suegra moriría y ella finalmente saldría al frente, para mandar. Pues, con la fiebre de la noche, ella dejaba caer la vida cotidiana, se distraía. Cuando la suegra se quejaba con el hijo, el burka le atenuaba el golpe. No tanto que le ahorrase las manchas negras. Sólo al acostarse, a la luz de la lámpara, el marido las veía. Fathma no. No sabía de las propias equimosis. Porque no mostraba el rostro ni a las hijas. Parecía una modestia extraordinaria, un martirio del cuerpo que nadie se atrevería a censurar. La suegra observaba, largamente, aquel bulto que ni ojos tenía. Presentía una falla. No disponía, sin embargo, de lenguaje que tradujera aquel presentimiento. No se apoyaba en el soporte de las palabras. Fathma no transgredía ninguna ley.

Fátima

La voluntad de Fátima cedía a la voluntad de la falda, poco a poco. El armario se agitaba de noche y el marido murmuraba contra los ratones, en su murmullo de marido, estirando la sábana hacia arriba de la cabeza. Ella decía: «Compraré veneno», e imaginaba que habría un modo de matar el vestido pero que lo lamentaría para siempre, si lo hiciera.


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