Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 39

Los cilindros azules, como planetas en su elipse autónoma, pasaban entre la casa y la fuente, la fuente y la casa, sin que se produjera ninguna desviación. Treinta pasos devoraban la distancia y no había más recorrido. Armas, pozos, rebaños, campos de grano, aunque verdaderos, estaban fuera del alcance. Sólo llegaban como historias traídas por las botas, historias que el polvo y la pólvora contaban. Fathma se quitaba el burka para que el hombre, al llegar a casa, entrara en sus ojos, entrara en todo lo que quisiera dentro de ella. Con sus aderezos de guerrero. Estaba en la naturaleza masculina esa tentación de hacer agujeros, de borrar tierra, cabras y enemigos, y la conciencia y el sexo de la mujer. Al retirar el burka, Fathma tenía siempre el recuerdo de la primera noche, de una niña muy resignada que ve a su marido complacerse con la mancha roja sobre el paño increíblemente blanco, nupcial.

Pedía para mantenerse cubierta, incluso en el espacio de la cocina donde toda la gente gemía de calor. El marido apreciaba su modestia. Y la suegra también. No sospechaban que ella se recogía en el vestido como un animal se recoge en una concha, en una extrema medida de defensa. Querían separarla del exterior y, sin saberlo, la separaban de ellos mismos. Fathma no era una mujer. Era una función que no hablaba. Ni siquiera con los hijos. Porque ellos pertenecían al padre y, por eso, a la abuela, más que a ella. Pero los residuos de mujer que circulaban en aquel mundo bajo el burka azul que, en sí, constituía un universo, iban generando un lenguaje, aún inarticulado, muy grueso, muy trabado a nivel de la garganta. Casi se confundía con un llanto. Pero era una turbulencia de pasión. Su cuerpo, intocable por la luz, reconocía como gemela la oscuridad. Fathma amaba la noche de tal modo que el maquinismo de adivinación propio de las viejas despertaba a la suegra, que no veía hechos anormales, lo que la dejaba más preocupada.

Fátima

Para ir a misa, Fátima vestía una falda trabada, por cautela. La iglesia quedaba muy a lo alto, al final de una gran escalera, y tenía vientos agitados. Ella posaba levemente la mano en el antebrazo de su marido. Levemente. En la otra, sostenía el bolso y el velo. Y no sobraban manos para nada más, para mantener un vestido en su lugar. Por eso la falda del domingo era tan estrecha. Sin embargo, alguna inseguridad acompañaba todo aquel trayecto y los zapatos parecían retorcerse, en el afán de pisar bien el suelo. Los tacones invitaban a los bailes a los que sólo iban chicas casadas bajo la vigilia de pesadas madres. Fátima ya no iba a ningún lado. Pero no quedó embarazada. Se asemejaba a un barco sin lastre, un barco listo para lanzarse a sí mismo más allá de las aguas. Por falta de un cuerpo en el vientre.


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