Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 118

En Yom Kipur lo echaba de su madriguera. Él recorría las calles ruidosas, iluminadas, pegado a las paredes. Volvía por la tarde. ¿Has pedido perdón de Dios?, arremetía contra él. Este año te perseguirán los comerciantes como a un perro. Más de una vez se prometió a sí mismo que no volvería a esa casa. Sería más fácil dormir en un banco, que someterse a los reproches de Bronda. Pero volvía. Ella abandonaba su cuerpo ciego en sus manos. Él la sobaba a escondidas. Pero ella era tacaña en cumplidos. Envenenaba el escaso placer con su crueldad.

De esa manera iban pasando los días difíciles. Los comerciantes no saldaban deudas y por las noches él los seguía persiguiendo. Los niños le arrojaban piedras. Y cuando volvía, al amanecer, a atrincherarse junto a Bronda, ella le gruñía entre sueños, Otra vez has venido. Te lo mereces. Si hubieras dejado el dinero en mis manos, ya serías rico.

Como no sabía a quién pedirle clemencia, se la pedía a Bronda. Ten piedad de mí, Bronda.

—Yo te puedo absolver de todo. A mí no me lo tienes que pedir.

—¿Entonces a quién?

—A Dios.

No tenía duda: era malvada. Y su maldad tenía fuerza. Como si no fuera ella, sino algo que ella albergaba. Al lado de su ceguera, era minúsculo como un topo. Si pierdes la vista te enterarás de lo que es, le decía. Le parecía como si ella abarcara algo más que este mundo.

Absorbía su voz en silencio, como una droga. No le daba tregua la idea de que todo a su alrededor, los comerciantes, las personas, eran fruto de la imaginación, y que sólo Bronda era real. Si sólo le dijera Dame tu dinero, se lo daría. Pero ahora se había vuelto a quedar sin nada. Por las noches, Bronda le revisaba las mangas, mas no encontraba nada. Aún le quedaba una pequeña suma cosida dentro de los zapatos.

Pero Bronda no se apiadaba de él. La noche del Día de la Independencia, mientras todos seguían festejando, se fue. El entierro fue raudo, como si hubieran estado esperando que muriera. El cielo resplandeciente de la celebración se abrió sobre la ciudad. La gente se desplazaba en grupos por las calles, hacia los actos. El azul descendió desde lo alto y los que estaban en las cafeterías parecían escarabajos ahuyentados por la luz.


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