Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 117

Bronda no se lo creía. Solía decirle que Dios se había extinguido en sus entrañas, que se había vendido al diablo. Kandel le juraba que todo se le había destrozado. Los comerciantes huyen hacia sus casas, cierran las persianas. Con el paso de los días cesaron sus promesas y ella dejó de ofenderlo. Ahora lo martirizaba diciéndole que era un pecador sin perdón.

En su fuero interno la engañaba: ella no podía ver. Si los comerciantes le devolvieran lo que le debían, huiría de ella. Pero la realidad era lo más amargo de todo: no le pagarían nada. Kandel solía acecharlos en los callejones. Se abalanzaba sobre uno de ellos requiriendo la devolución, pero casi siempre volvía maltrecho y con las manos vacías.

A veces se quedaba retenido en Tel Aviv por alguna festividad. Ahí tampoco lo querían. Cuando regresaba extenuado, quemado, Bronda le decía que era su merecido. Que nadie es castigado por nada que no fueran sus pecados. De sí misma no le contaba nada, como si hubiera nacido del olvido.

—Cada uno con su carga de pecados —le dijo en una ocasión—. Y tú, Kandel, vas por la vida como si la justicia no existiera.

Otros comerciantes lo hacen todo a través de los bancos. Van a las cafeterías y ahí esperan. Kandel mantenía los hábitos antiguos y arriesgados. Los comerciantes huían de él como de un incendio. Bronda le decía que probablemente había errado y ahora tenía que subsanar esos errores.

Llevaba el dinero en efectivo cosido dentro de las mangas, que se veían pesadas. Por la noche, Bronda rebuscaba en ellas y él pellizcaba sus manos ciegas. A veces la lucha continuaba, generalmente entre sueños, durante toda la noche. En alguna ocasión conseguía deshacer una costura, pero siempre se trataba de poca cosa. Él distribuía el dinero por todo el largo de las mangas, para no gastar demasiado y especialmente para que ella no lo descubriera todo. Algunas veces las manos de ella vagaban por debajo de la camisa y él se sometía al sueño como quien cae en la profundidad del mar.

La idea de tener una tara no le daba tregua. Bronda le decía que tenía que pedir misericordia y perdón. Al oír esas palabras, él intentaba recordar. Había nacido en Lodz. Durante la guerra se había escondido en casa de una gentil. Inmediatamente después huyó a Alemania, donde comenzó sus negocios. Bronda barajaba los pocos datos que le había contado. Cuidaste siempre de tu madre. Tenías hermanos. Por qué no los cuidaste. Dices por ellos kadish. Cada una de esas palabras le cortaba las carnes. Quién sabe qué más hiciste.


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