Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 122
Y tal vez unos cinco años más tarde estaba sentado en un pequeño restaurante en Londres cuando un elegante caballero inglés, enfundado en traje gris y perteneciente a la clase bebedora, caminaba tímidamente de mesa en mesa entregando flores recién cortadas a cada grupo de comensales, hombres o mujeres, jóvenes o viejos: alverjillas, anémonas y claveles. Cuando se trataba de parejas, era muy cuidadoso de dirigirse al hombre: «Para su dama, caballero, si me lo permite», murmuraba con un acento de Oxbridge que bien podría haber sido el de un festivo mayordomo Jeeves. Nadie le ofreció dinero y él no lo solicitó. No era del tipo que mendigaba. A nuestra mesa le tocó alverjillas. Recuerdo todavía su aroma. La dueña recibió claveles, y a cambio a él le tocó una copa de vino y un beso. «Lo llamamos el jardinero loco», dijo, mientras él se despedía tímidamente, con una mano en la canasta y otra en la jamba de la puerta.
Tal vez fue contador, o abogado, creía ella. Tenía una casa amplia con jardín. Sufrió una pérdida. Regalar las flores lo reconfortaba. Escribí el título «El jardinero loco» en una tarjeta y lo clavé en mi pizarrón de corcho. Escribí una primera página de un primer capítulo. Un caballero inglés, enlutado y excéntrico, con un sombrero de paja, se muda a vivir en Marruecos. En las tardes camina por los cafés y los bares ofreciendo flores a los parroquianos.
Llegó en el vapor matutino del lunes —fuera de temporada, como solían hacerlo— otro estúpido inglés avejentado y asoleado con un sucio saco blanco y una corbata a rayas, además de un sombrero Panamá con los colores que quizá hayan sido de su regimiento. Al día siguiente ya está deambulando por la costera como si fuera suya, estirando el brazo a cualquier árabe que medio le sonriera, quitándose el sombrero ante las turistas montadas sobre camellos. Se hospedó en el Oasis, no el Metropole —el Oasis, con su fachada francesa descascarada, su pésima comida y sus chirriantes ventiladores de madera en el comedor, era el tipo de cosas que los nostálgicos del imperio buscaban. Y el Metropole, todo metal pulido y puertas eléctricas, era el tipo de cosas de las que querían escapar.