Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 111
—Somos pocas las que podemos trabajar en esto —decía con orgullo—. La mayor parte de las mujeres no sabrían contestar preguntas técnicas.
Teresita podía comparar marcas, explicar la diferencia entre los aparatos importados y los nacionales y dar buenas recomendaciones. Sin embargo, lo que más las divertía era, por supuesto, hablar de los otros pacientes.
El Pabellón era un pasillo muy ancho, iluminado día y noche con luz artificial, que terminaba en un pequeño comedor. Las comidas preferidas de Mónica eran el desayuno y la merienda, le gustaban mucho las galletitas sin sal. Anotó la marca en su libretita mágica, donde escribía todo lo que no quería olvidarse y que cada vez era más. Anotó también: «Comprar libretita de cien hojas».
Teresita y ella caminaban por el pasillo del bracete.
—En mis épocas —decía Mónica— nadie iba a pensar mal de dos señoras porque caminaran del bracete.
—Es que ahora «eso» no se considera pensar mal —le decía Teresita, que era mucho más joven.
—Da lo mismo —decía Mónica—. Vos me entendés.
Dos chicas adolescentes, internadas por adicción, se abrazaban con desesperación en el pasillo. Se habían conocido allí y habían formado pareja. Mónica las miraba un poco espantada, tratando de acostumbrarse a los cambios de este mundo. En la playa, acaso, ¿no vería éste y otros espectáculos igualmente extraños y en cierto modo aterradores? La extrema desnudez que se estilaba la perturbaba incluso en la tele. En su época... pero cuando trataba de recordar en imágenes las modas de su época, Mónica sacudía la cabeza un poco molesta, porque lo que venía a su mente eran los pliegues de las túnicas de matrona romana.
Las chicas abrazaban también, pero de otro modo, al Gordo Tonto, un pobre idiota con una panza enorme, que se paseaba de un lado al otro del pasillo durante todo el día sin parar y todo lo que quería en este mundo era cariño. Impresionante ver a los tres apretados en un abrazo solidario, el Gordo Tonto con una cara de felicidad que daba miedo.
Una noche trajeron en camilla a una mujer dormida a la habitación de Mónica y Teresita. Los enfermeros la acostaron en la tercera cama, que hasta entonces había estado cómodamente vacía, y le ataron las manos con anchas cintas de cuero. Conectada a una bolsa de suero, durmió durante tres días. Cada tanto le inyectaban algo, probablemente un somnífero.