Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 110

Mónica vivía en un edificio de Almagro, era muy amiga de Elisa, del segundo b, de María Elena, la del séptimo, y pensaba que Quita no entendía nada. Una se encontraba con las amigas para pasarla bien, y no para quejarse de sus miserias. Elisa tenía sólo ochenta y dos años y a María Elena no le gustaba hablar de la edad. Mónica le tenía admiración a María Elena porque podía tomar mucho whisky y no le daba sueño. Elisa nunca hablaba de sus nietos por no contar plata delante de los pobres: sabía que el hijo de Mónica había muerto jovencito y María Elena era soltera. Las tres estaban muy orgullosas de tener su computadora, que mucha gente de su edad consideraba todavía un artilugio del diablo. La usaban, sobre todo, para intercambiar emails que a su vez recibían de otras personas con fotos de niños, atardeceres rojizos, mensajes de amor y paz, chistes, paisajes, consejos para evitar robos domiciliarios o cáncer de mama, y breves videos didácticos dedicados a difundir métodos prácticos y sencillos para ser feliz en la vida.

Mónica hablaba con sus amigas de los falsos recuerdos, pero para no preocuparlas les decía que eran sueños. Trataba de mencionar solamente a los personajes más conocidos porque quería que la entendieran, y no hacerlas sentir ignorantes. No se le ocurría hablar, por ejemplo, de Quinto Cecilio Metelo Pío, ni se metía en honduras mitológicas describiendo los horrores de Escila y Caribdis, que recordaba con tanta nitidez como si ella misma hubiera atravesado el estrecho de Mesina en la nave de los Argonautas.

Su sobrina Quita le dio una gran idea. A Elisa y a María Elena tenía que decirles la verdad: que se iba con ella de vacaciones.

—En el fondo, es bastante cierto, tía —dijo Quita—. Un par de semanas tranquila, descansando... volvés renovada. Y yo te voy a visitar día por medio.

Lo que más le costó a Mónica al principio fue perder la intimidad. En el pabellón psiquiátrico tenía que compartir la habitación con una desconocida. Pero si conversaba con ella y la conocía un poco, ¿no era como estar con una amiga en un hotelito de la costa? Aunque su nueva amiga Teresita había tenido dos intentos de suicidio (se enteró en grupo de terapia), el antidepresivo que le estaban dando ahora la tenía de muy buen humor y se pasaban las horas charlando. Además de suicida, Teresita (no por el diminutivo de Teresa, sino Teresita como la santa, le contó, mostrándole la cédula) era vendedora en un negocio de electrodomésticos y sabía todo de aspiradoras, heladeras y batidoras.


Представленный фрагмент книги размещен по согласованию с распространителем легального контента ООО "ЛитРес" (не более 15% исходного текста). Если вы считаете, что размещение материала нарушает ваши или чьи-либо права, то сообщите нам об этом.