Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 109
El recuerdo era falso pero vívido. Mezclando la historia con la literatura, Mónica recordaba haber presenciado, desde los barcos, a lo lejos, la despedida de Dido y Eneas. ¡La pobrecita Dido siempre le había dado tanta pena! Recordaba el primer encuentro de Pericles con Aspasia y le parecía haber asistido a las clases que Sócrates daba en el ágora, veía sus sandalias gastadas, escuchaba su voz calma, de comadrona, haciendo que las mentes de sus discípulos parieran por sí mismas la ideas.
Por supuesto, aún a sus ochenta y cinco años, Mónica estaba lo bastante lúcida como para saber que ésos no eran recuerdos verdaderos. Le hacían gracia los trucos de su mente para superar sus falencias idiomáticas. «Quoniam vita brevis est, nolit tempus perdere», podía decir el muy ateniense Pericles, en perfecto latín, y Mónica se reía sola. Sin embargo, por falsos que fueran, esos recuerdos cubrían los espacios que otros iban dejando libres. A Mónica se le mezclaba y confudía el pasado, la memoria lejana y la memoria reciente. Sobre todo, maldita sea, no se acordaba de que ya había tomado los remedios y los volvía a tomar. Un día, la señora que venía a limpiar tres veces por semana la encontró tan confusa y perturbada que tuvo que llamar a su sobrina Moniquita.
A Moniquita le decían Quita y le daba ternura que su tía, cuyo nombre llevaba, siguiera llamándola con el diminutivo completo. Cuando era chica, la tía la mimaba, le hacía lindos regalos y le había pagado la primaria y secundaria en el Saint Margaret School, demasiado caro para sus padres. Era muy probable que el estado de su tía Mónica fuera pasajero, dijo el médico, producto de haber tomado doble o quizás triple dosis de los ansiolíticos que le recetaba para ayudarla a dormir. Recomendó, sin embargo, una internación temporaria en el sector de Psiquiatría de un conocido hospital privado, que les cubría la obra social de Moniquita.
Por el momento, la sobrina se la llevó a su casa y en un par de días de férreo control sobre los remedios Mónica estaba muchísimo mejor. Lo bastante como para ponerse de acuerdo con su sobrina sobre la internación. Para ella, el único problema serio, tan serio que la alteraba hasta quitarle el sueño (Quita no se animaba ahora a subirle la dosis de ansiolítico), era cómo decíselo a sus vecinas. Las mujeres de esa generación, pensó Quita, con un suspiro interior, no se contaban nada realmente íntimo, lo esencial de la amistad era mostrarse unas a otras lo bien que estaban y lo linda que tenían su casa.