Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 107
— … y entonces el hombrón, apenas entró en el tenebroso casal del fin del planeta, comenzó a husmear desabrido por los rincones, a clamar perentorio: «¡Siento olor a carne humana, la comeremos toda la semana si el Diablo no nos engaña!». Y Bernardete, que se había escondido detrás de una jícara del tamaño de un tonel, lloró muy triste pensando que jamás volvería a contemplar el sol que cada día aparece tan rojo como la granada en los dilatados cielos por encima de los montes Cocentaina, allí donde los chivos salvajes. Pero entonces resonaron cornetines militares y el gigante se volvió sorprendido para...
Aunque a Hugo le gustaba todavía más que le hablara de ellos su padre, cuando le acompañaba a acostarse en el eternizado invierno y lo cubría con la áspera piel de cabra. De las cabras del Barón de Benàtiga, a las ubres de las cuales madre y abuela arrimaban al chico para que se alimentara, la mareante tibieza de la espumosa leche. Entonces, en la penumbra y para aliviarle los miedos, su padre, de ojos tan luminosos, de acento tan persuasivo, de manos tan suaves, le contaba de nuevo las expectantes gestas de los gigantes y Hugo se dormía sonriente porque sabía que, entre los caprichosos repliegues del sueño, le esperaba la frondosa patria de aquellas inmensas potencias de los cuerpos y de las almas, que sobrepasaban tronantes e indemnes cualquier normativa del Barón y de sus alguaciles.
El mundo: el Barón de Benàtiga. Todo era suyo: los campos, el palacio, los peces de colores, la caza, mucha gente con el azadón y la lanza, las bellas señoras, la horca en la Colina Bermeja. Y la muerte del padre de Hugo, Bartolomé LosCeros: lo habían sorprendido los alguaciles del Barón mientras furtivo segaba cañas en un torrente para construir jaulas para jóvenes jilgueros que llevaría a vender, y de inmediato lo habían apaleado hasta desencajarlo. Bartolomé era un portento estimulando el trino de las avecillas. Jerónima y Mariana recogieron con un serón su cuerpo, informe y azulado. Boqueaba blanducho y amontonado, Bartolomé, y aún pudo balbucear, mirando el niño: