Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 106
Por ello, sin duda, los gigantes también matan. Además, con cierta razón y saña: las personas, los únicamente humanos, somos poco más que la hormiga afanosa y como ella nos arrastramos por el sucio suelo, pero nosotros henchidos de abyectas creencias como la de que un cósmico dios de los espíritus nos ha moldeado. Para ser, necesitamos inventar seres ideales que nos sublimen. Mientras, el gigante asume sin más una lógica material de grandes potestades propias al vadear de un tranco cualquier río, al aplastar un cortijo de un taconazo, al levantar con sus risotadas un tumulto de nubarrones que pueden estallar en un aguacero. Su imaginación son sus hechos. Se ha sabido de alguno de estos seres de excepción que, atravesando los mares, habría llegado hasta Montevideo.
El más preclaro gigante de la Odisea es aquel Polifemo torpón, engreído y caníbal: si los hombres son la mierdecita que decimos, en consecuencia deben ser engullidos o chafados por el gigante, cual uno de los innumerables animalejos del bosque y del corral que los mismos hombres sacrificamos en aras de nuestro sustento o nuestro asco, sea una gallina o una serpiente. El pez medra por su tamaño, el mayor zampándose el menor. Mientras los dioses callan, un dios no puede ni con un tiburón ni con un salmonete.
Sin que el gigantismo mallorquín se constituya, también a semejanza de la insolidaridad con que se desenvolvía el griego, en democrática asamblea que dictamine con raciocinio las leyes de la comunidad, sino que sus atributos radican evidentemente en la fibrosa corporeidad, en la arrasadora errabundez, en la agudización del instinto, o sea, en ese taciturno individualismo que jamás se declara vencido porque es amoral. Ese orden legislado, en consecuencia, sólo convence a los débiles, que se creen así protegidos cuando son sometidos. Pero el gigante es lujuriosamente libre porque puede destrozar.
Hugo LosCeros, de niño, todo el santo día cavilaba en gigantes, los atisbaba por doquier. Su abuela Jerónima, jorobeta y rezongona, pringosa como los peores demonios, y Mariana su madre, esbelta y enjuta cual un galgo ibicenco, biliosa de rencores, llevaban al muchachito con ellas a los pedregosos ribazos de algarrobos, a su recolecta, y a la turbia y caudalosa fuente de las Santidades —pues muchas eran las áureas apariciones que emergían de sus aguas y entre los mirtos—, donde efectuaban su colada. Y para entretenerlo le atiborraban el cerebro de cuentos protagonizados por reiterados gigantes: