Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 105

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¿Qué es un gigante? ¿Acaso una poderosa quimera? ¿Acaso una sedienta indagación moral? ¿Acaso un oscuro aliento ancestral que adivinamos jadeante a nuestra zaga? Sea cual fuere la respuesta, ha de resultar como mínimo detonante que una obra de corte histórico, como pretende ser rigurosamente ésta, sea iniciada con una invocación a los gigantes.

La historiografía antigua permitía, generosa y minuciosa, la presencia del gigantismo, aunque no a causa de que entonces existieran tales criaturas sino por creer que podía haberlas. Pero la moderna los rechaza de plano, atenta sólo a lo tangible, al lerdo quehacer material de nuestras vidas y del Estado ordenancista cual embudo que funcionaliza las imaginaciones. ¡Como si un gigante sólo pudiera responder a una gigantesca medida, o fuera una especie de artefacto! Pero soy profesor y formalmente debo aceptar con la debida circunspección las reglas académicas.

Ocurre y ocurrirá, sin embargo, que los rumorosos y revueltos cuentos populares mallorquines se hallan y hallarán repletos de incuestionables gigantes, enfatizada de falsetes la voz de cada narrador hechizando a los niños. Y en cada conseja los monstruosos y burdos seres durante el día transitan pesados, aspados, a rítmicas y vastas zancadas, vociferando roncos para acoquinar a los perros y a las personas que hallan en los caminos de ésta nuestra bendita tierra insular de hoscos pinares, de silentes aldeas y del inmenso vacío del mar que se ignora, las estrellas tan cercanas en la noche clara.

Un propósito único anima a las desaforadas criaturas de rondalla: robar sin mesura allí donde puedan los sacos de trigo, su severo aroma a polvo y a sol, y los regordetes y albos hatillos de ovejas, el lastimero balido glotón, además de embolsarse las onzas de oro que la gente esconda debajo de una baldosa o entre la paja de los jergones. La misma Odisea, con sus claves remotas, ya constata esta laboriosidad de los gigantes.

Los cuales en el cotidiano crepúsculo y siguiendo la larga caída de las sombras retoman fatigados, sudorosos, a sus disimuladas cavernas plagadas de murciélagos y clausuradas por descomunales lajas que se abren a la mágica y grotesca invocación de «¡Bitzoc, bitzoc!», en cuya penumbra cenan ellos, pautados por sus crasos eructos, un ternero asado y sazonado con laurel y romero, acompañado de un barreño de lechuga fresca aliñada con aceite de oliva. Quien cocina es la giganta, muy atenta y erguida, se diría que como carente de alma, una endomingada enormidad de cartón piedra. Por último, se acuestan ambos en un amplio colchón de madera —en realidad, herradas puertas de iglesia arrancadas de cuajo—, donde duermen con un ojo abierto: la traición siempre acecha, debe prevenirse.


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