Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 55

Quizás esto se parece a las Farsas Plateadas más de lo que creí. Salvo que en vez de poner a los Rojos en su sitio, aquí el rey pone en su lugar a sus súbditos, poderosos como son. Una jerarquía dentro de la jerarquía.

He estado tan absorta en las pruebas que apenas reparo en que llega mi turno de volver a servir. Antes de que alguien pueda indicarme la dirección precisa, parto al palco de la derecha, oyendo hablar sólo al patriarca de Samos.

—Magnetrón —creo que dice, pero no tengo idea de qué significa.

Atravieso los angostos corredores, que antes eran pasillos descubiertos, hasta los Plateados que requieren el servicio. El palco está al fondo, pero soy rápida y no tardo en llegar. Ahí me encuentro con un clan particularmente obeso, cubierto de chillante seda amarilla y plumas horribles, que disfruta de un pastel de gran tamaño. Hay platos y copas regados por el suelo, y me pongo a recogerlos, con manos ágiles y diestras. Una pantalla a todo volumen en el palco presenta a Evangeline, aparentemente quieta en el escenario.

—¡Qué farsa es ésta! —se queja uno de los bichos gordos y amarillos al tiempo que se retaca la boca—. La joven Samos ya ganó.

Qué raro. Ella parece la más débil de todas.

Apilo los platos, aunque sin retirar los ojos de la pantalla, para ver a Evangeline dar vueltas por el escenario devastado. Todo indica que ahí no queda nada con lo que ella pueda trabajar, mostrar lo que es capaz de hacer, pero eso no parece importarle. Su sonrisita de suficiencia es terrible, como si estuviera totalmente convencida de su magnificencia. Pero a mí no me parece magnífica.

En ese momento, los estoperoles de hierro de su chamarra se mueven. Flotan en el aire, cada uno de ellos se convierte en una dura y redonda bala metálica. Luego, como los tiros de un arma, salen disparados, se clavan en el suelo y las paredes, e incluso en el escudo de rayos.

Evangeline es capaz de controlar el metal.

Varios palcos la ensalzan, pero ella está lejos de haber terminado. Chirridos y ruidos metálicos suben hasta nosotros desde lo hondo de la estructura del Jardín Espiral. Hasta la familia gorda deja de comer para mirar, perpleja. Está confundida e intrigada, pero yo puedo sentir las vibraciones debajo de mis pies. Sé que hay que tener miedo.


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