Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 56
Con un ruido demoledor al perforar el piso, unos tubos de metal traspasan el escenario, emergiendo desde lo profundo. Atraviesan las paredes y rodean a Evangeline con una retorcida corona de metal gris y argentino. Parece que ríe, pero el crujido ensordecedor del metal la ahoga. Del escudo de rayos se desprenden chispas, pero ella se protege con su chatarra. No exuda una sola gota de sudor. Por fin, deja caer el metal con un estruendo horrible. Vuelve los ojos al cielo, a los palcos de arriba. Boquiabierta, deja ver sus dientecitos afilados. Parece tener hambre.
Aquello empieza poco a poco, con un ligero cambio de equilibrio hasta que el palco entero se tambalea. Caen platos al suelo y ruedan copas de cristal que escapan de la barandilla para ir a estrellarse contra el escudo de rayos. Evangeline está descoyuntando y volteando nuestro palco, lo que provoca que nos ladeemos. Los Plateados que están a mi alrededor graznan y buscan dónde apoyarse, convertido su aplauso en pánico. No son los únicos; cada palco de nuestra fila se mueve con nosotros. Muy abajo, Evangeline dirige todo con una mano y arruga la frente, concentrada. Como los luchadores Plateados en el ruedo, quiere mostrarle al mundo de qué está hecha.
Pienso en eso cuando una bola amarilla de plumas y carne choca contra mí, y me lanza por la barandilla junto con el resto del servicio de plata.
Lo único que veo mientras caigo es púrpura, el escudo de rayos que sale a mi encuentro. Silba de energía y chamusca el aire. Apenas tengo tiempo para comprenderlo, pero sé que el cristal jaspeado de color púrpura me cocerá viva, al electrocutarme en mi uniforme rojo. Apuesto que lo único que les preocupará a los Plateados es quién tendrá que recogerme.
Pego de cabeza contra el escudo y veo estrellas. No, estrellas no. Chispas. El escudo hace su trabajo y me incendia con descargas eléctricas. Mi uniforme arde hasta quemarse y echar humo, y supongo que veré cómo sucede lo mismo con mi piel. El olor de mi cadáver será delicioso. Pero, no sé por qué, no siento nada. Seguro que me duele tanto que no lo puedo sentir.