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También en la década de 1920, desde sus primeros estudios literarios, Luis Alberto Sánchez lanzó una afirmación que hoy suena obvia: “No hay un solo Perú; hay varios Perúes” y propuso una interrogante fundamental, de gran agudeza, que buscaba distinguir los conceptos entre “literatura del Perú” y “literatura peruana”. Sánchez escribe en su Panorama de la literatura del Perú ([1939]-1974): “Ser literato del Perú puede no pasar de una mera casualidad geográfica. Ser literato peruano implica, además, una identificación con el medio ambiente”. Y señala en el desarrollo de su tesis que “literatura peruana” hubo solamente en las primeras décadas de la Conquista —mientras se instalaba el nuevo orden y se ejercía una débil resistencia nativa—; que a lo largo de la Colonia y del primer siglo de la llamada vida independiente se desarrolló una “literatura del Perú”, con obras nacidas en nuestro territorio aunque con características manifiestamente hispánicas. Recién en la segunda década del siglo XX, con escritores como Abraham Valdelomar y César Vallejo, vuelve a fundarse una “literatura peruana”.

Noción y praxis de una literatura peruana constituye, desde mi modo de entender, una asunción del problema nacional. Creo que son preguntas esenciales: ¿Qué es el Perú? ¿Cómo fue su pasado y de qué modo se integra en el presente? ¿Cómo vivimos el presente y qué país construimos para el futuro? Porque la formación de las tradiciones literarias depende de la concepción que tenemos del pasado y del grado de permeabilidad que le concedemos: cómo lo asumimos y acomodamos en nuestro proceso histórico. Es evidente que no existe, salvo en los viejos manuales escolares, el pasado como un bloque inmodificable; hay más bien una relación entre pasado y presente, que debería ser fluida y dialogante, pues solo de ese vínculo surge el carácter de lo propio, de la nuestro. En el Perú, desde antiguo —tal como lo señala Antonio Cornejo Polar en la introducción a La formación de la tradición literaria del Perú (1989)—, a los conflictos entre clases sociales y etnias, le agregamos los conflictos dentro de clases sociales y etnias. Sin una idea y un sentimiento de pertenencia, sin ánimo de articular un amplísimo y tensionado proceso histórico y social, mal podríamos sostener la fundación de una tradición de literatura infantil peruana. Aún somos herederos de muchos destinos, y el mapa de nuestro país es un tablero desarticulado, a menudo doloroso. Registrar la gesta de estos conflictos es tal vez una de las tareas más intensas de la literatura —y de mayor eficacia que otras artes—, pues en su discurso despliega un horizonte de componentes estéticos e ideológicos que muestra la piel de una sociedad, y sobre todo el funcionamiento de sus glándulas internas.


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