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Lectura literaria en la escuela

Es evidente que la creación de literatura infantil vive un momento de privilegio en el país y que la lectura literaria en la escuela se ha convertido en un asunto de agenda política. Basta revisar la página web del Ministerio de Educación para apreciar esta inquietud. Es un fenómeno cultural extraordinario, único en nuestra historia, que no hay que desaprovechar. Muchos dirán que es una reacción tardía del Estado con respecto a iniciativas privadas y que muestra demasiadas limitaciones y falencias. Es verdad, pero si no hacemos ahora del libro y del arte literario una herramienta democrática, un instrumento para el futuro, seguiremos viendo en nuestras calles más niños privados de la educación y del carácter, caminando sin destino.

La literatura infantil ha nacido, como preocupación teórica, vinculada a la escuela. Y esta institución se ha ocupado, a menudo, de desautorizar el arte literario al convertirlo en formulación pedagógica, en transmisor de piadosos mensajes al margen de su composición estética; ha arrancado el canto al ave del paraíso y la ha desplumado para comer su carne. Es la búsqueda de una finalidad utilitaria, nutricia del programa escolar y de los mandatos de una pasiva conciencia. Como se repite ahora, de acuerdo a la tendencia ministerial: lecturas que atraviesen transversalmente las asignaturas del grado y que sean, además, formadores de valores. No estoy en desacuerdo ni con el conocimiento ni con la ética que implica toda lectura, pero la composición literaria es bastante más compleja y profunda que una página de manual o que un consejo bien intencionado.

En los últimos años me pregunto si los profesores disponen de dinero para comprar libros, y de tiempo para leer y de destreza para percibir lo que leen, y de energía para releer lo que no comprenden, y de pasión para contagiar estas lecturas a sus alumnos. Lo que he comprobado muchas veces es que el manual de colegio, o el poder de la tradición literaria, o la visita del promotor de una editorial ahorran el trabajo privado de la lectura —sus tropiezos y sus descubrimientos— e imponen un canon indiscutible. Una especie de índex, “Índice de libros prohibidos”, pero al revés. En esta lista se catalogan aquellos libros de provecho para el estudiante y se desliza subrepticiamente una censura. En mi época de estudiante ningún hermano de La Salle discutía las bondades de Platero y yo (1914), de Juan Ramón Jiménez, o de Corazón, de Edmundo de Amicis (1886). Difícil imaginar que algún colegio, en la hora actual, incluya estas dos novelas en su Plan Lector. Otros nombres han venido a reemplazar al poeta español y al escritor italiano. ¿Quiere decir que necesariamente los maestros de ayer habían leído y aquilatado los méritos de estos libros o era más bien que el dictado canónico los había impuesto?


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