Читать книгу Paisaje de la mañana онлайн | страница 41

Los maestros no siempre saben de la importancia que reviste un ojo y un oído atento a las generaciones, de la necesidad de una consistente competencia académica y de un educado gusto que exige esa constante labor de elección. Porque si no es buen lector y estudioso de la literatura infantil, es fácil protegerse la ceguera en la tradición literaria y caer subyugado ante el canto de sirenas, es cómodo no dudar de los nombres consagrados y no arriesgar por autores novedosos, es irresponsable no explorar la periferia y afincarse en el centro como un terrateniente. Creo que debería entenderse la labor del maestro de lectura no como un trabajo de taxidermista, sino de libre cultivador de inquietudes internas.


Conciencia de lo nacional

Si buscamos construir un corpus de nuestra literatura infantil cuyo resultado exhiba un estatuto equivalente de la literatura peruana, con sus deficiencias y excelencias, es preciso ensayar una serie de cuestionamientos que limpie el trigo de tantas impurezas. La categoría de literatura infantil comporta, tal vez en todas partes, una naturaleza informe y de alcances tentaculares. Es un gran pulpo que pocos se animan a definir, que discurre a sus anchas por las aulas de colegio y que va capturando lo que está a su alcance —funciones de cuentacuentos, títeres y teatro; discos de música, libros objetos e historias ligeras—, porque de lo que se trata es que los chicos lean y no importa a costa de qué. Haberse emplazado en la escuela, a veces con una corta antesala en la casa, ha acercado riesgosamente el género a la exclusiva complacencia del gusto infantil (con el cómodo beneplácito de profesores y padres) y lo ha alejado de preocupaciones académicas; es decir, de disquisiciones culturales y políticas. En este sentido, con toda razón, el escritor argentino César Aira califica la literatura infantil como un subgénero, más próximo de la industria que del arte (Aira, 2001).

Me interesa disponerme en contra de esta apreciación que, por cierto, corre el peligro de instalarse y expandirse en nuestro medio, por displicencia o poca información de padres y profesores. La situación es más delicada si atendemos a los actuales momentos de aparente bonanza, tanto en términos editoriales como de lectores. Las cifras de venta de las grandes editoriales y los programas de lectura parecerían confirmar la buena salud de nuestra literatura infantil; tan evidente en el éxito de concurrencia y rentabilidad en las recientes ferias del libro con salas especiales destinadas a presentaciones de libros para niños y animaciones de lectura, podría dejarnos felices y sin preocupaciones. No obstante, la satisfacción por un evidente avance, que sobre todo favorece a un sector social, me despierta algunas preocupaciones vinculadas a la calidad artística que se ofrece y a la necesidad de formar una tradición de nuestra literatura infantil peruana, que se entronque decisivamente a la literatura peruana sin adjetivos.


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