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El carácter unitario

Con la publicación del libro Edición extraordinaria (1958), de Alejandro Romualdo, se echó más leña al fuego en la polémica encendida pocos años atrás en nuestro medio cultural y que enfrentaba dos posiciones aparentemente irreconciliables: poetas puros y poetas sociales. No hace sino unos años se abrió un debate, también encarnizado, con suficientes motivos pero sin ideas claras, entre narradores criollos y narradores andinos. Estas dos situaciones, en medio siglo de nuestra literatura reciente, no son sino dos puntos de quiebre de un estado subrepticio de tensión, pocas veces manifiesto, entre el ejercicio del poder y el resentimiento del dominado, que certifica la antigua condena que parece regir el destino del Perú. Lo más interesante, en virtud de una anhelada unidad, es que la literatura peruana ofrece en sus obras de creación un mosaico cultural no libre de conflictos y que sus estudios críticos no han eludido la discusión, antes bien han privilegiado el espacio para la reflexión en torno a la identidad nacional.

En el trabajo de fijar los criterios para una selección y un ordenamiento del caudal creativo, la propuesta inaugural se presenta con El carácter de la literatura del Perú Independiente (1905), la tesis de José de la Riva Agüero, que considera “insuficiente” la tradición quechua como para constituir un factor importante en la formación de la tradición literaria peruana. Y opta por arrancar de cuajo la raíz andina, lesionando seriamente el corpus de la literatura peruana, que quedó exclusivamente con forma y espíritu hispánicos. Una mutilación que revela un craso desconocimiento de la literatura vernácula y también una actitud intelectual de clase social, de casta criolla aristocrática, en la que lo andino era lo primitivo y exótico, por lo tanto carente de categoría estética.

Otro personaje hispanista —aunque menos recalcitrante— fue José Gálvez Barrenechea, quien publicó Posibilidades de una genuina literatura del Perú (1915). Gálvez postula un escrupuloso mestizaje, que incorpore algunos elementos indígenas, sobre todo vinculados a episodios históricos del Incanato. En el extremo opuesto de Riva Agüero, el puneño Federico More inyecta un ánimo iconoclasta y agresivamente indigenista; en “De un ensayo sobre las literaturas del Perú” (1924) propugna una base cultural quechua, que cristalice los nocivos componentes de las literaturas occidentales. El maestro Luis Alberto Sánchez encarna un espacio de conciliación y fija los cimientos para una literatura mestiza o criolla; sus diversos planteamientos —desde su primera juventud5—se orientan a dilatar la categoría de tradición literaria, en lo que denominó un “totalismo peruanista”. Es decir, propugna incorporar las literaturas andinas y populares a fin de valorar en su verdadera dimensión el espacio y el espíritu de nuestra literatura nacional. Sin consideraciones cientificistas, más bien dueño de felices intuiciones y de verbo encantatorio, Sánchez significa en ese momento un punto de equilibrio que pone fin a “la vieja costumbre de oponer gallo a gallo”.


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