Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 58

¿Por qué me sentiré yo amenazado por esa amistad? El amigo del alma de mi hijo es un ser culto, delicado y de buenos modales que tiene la acariciadora voz de una mujer lejana. Siempre que me lo encuentro en la habitación de mi hijo se yergue como un cervatillo asustado y me dirige una mirada esperanzada. ¿Será posible —me digo a media noche, dando vueltas en la cama— que sea precisamente ese refinamiento cultural, que se mueve entre el temor y la esperanza, lo que enciende en mí la fuerte animosidad que siento hacia él? Y es que por puro empeño me niego a borrar de la memoria el rostro moreno y agradable de la chica de pueblo que murió una noche de luna, cuando unos jóvenes soldados, con la leche del periodo de campamentos todavía en la comisura de los labios, cercaron con sigilo el pueblo de ella.

Pero resulta que lo mismo mi hijo que su amigo del alma juran y vuelven a jurar que fue sólo porque temieron por sus vidas por lo que abrieron fuego contra la «figura» que apareció ante ellos a la entrada del pueblo. Y aunque hasta ahora no han conseguido explicarles ni a sus comandantes, ni a los investigadores del caso, ni tan siquiera a sus padres, qué características exactamente tenía esa «figura» que tanto los preocupó, todos nos vemos obligados a creer que no fue por diversión ni por un instinto animal por lo que acribillaron a tiros la casa en penumbra de la muchacha.

Cuando pusieron en funcionamiento sus fusiles apenas si se conocían. Eran dos simples reclutas que habían coincidido en la misma guardia. Así es que quién sabe, pienso torturándome, mientras la suave luz de la aurora acaricia la ventana de mi dormitorio: si esa joven del pueblo no hubiera muerto en su cama, puede que una amistad tan fuerte como ésta no se habría llegado a dar de una forma tan duradera, ni seguiría ahora fortaleciéndose día a día.

Además de que nunca llegaremos a saber quién de los dos era el dueño del fusil desde el cual fue disparada la crítica bala. Los aldeanos se apresuraron a enterrar a la chica y no accedieron a que el enemigo que la había asesinado fuera encima a serrarle el cuerpo para hurgar en él, y después quién sabe si incluso a aprovechar la ocasión para poderla difamar y decir que uno de ellos la había matado por una cuestión de honor familiar. Y así, a los pocos días de que se hubiera abierto el expediente judicial, éste se cerró. ¡Qué se le va a hacer! En estos casos, respetar la voluntad de nuestro enemigo supone también respetar su honorabilidad. Sólo que en lugar de ir silenciando poco a poco el asunto y ser fieles a su creencia de que nuestras investigaciones no iban a ser limpias, los testarudos dolientes enviaron una fotografía de la chica enterrada a uno de nuestros periódicos matutinos más importantes. De modo que una mañana, en primera página, en medio del artículo de uno de nuestros más furibundos «alertadores de conciencias», apareció de repente la cara morena y hermosa de una joven vestida con el típico vestido bordado de los pueblos, y en lugar de llevar la cabeza cubierta con el esperado pañuelo, la cabellera le caía sobre los hombros al tiempo que sus ojos de gacela seguían sonriéndole confiadamente a un mundo que ya había perdido.


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