Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 59
Incluso a mí, que sé muy bien lo astutas que pueden llegar a ser las personas, me sorprende la rapidez y la eficacia con las que nuestro terco y atolondrado enemigo prepara las fotografías de sus muertos. Todavía no se ha secado la sangre derramada cuando ya las fotos de los muertos, grandes y a todo color, resplandecientemente enmarcadas con su cristal y todo, son llevadas en sentida procesión y agitadas ante las cámaras. A veces hasta se diría que allí, en los pueblos y las aldeas del otro lado de la frontera, los jóvenes preparan con antelación unas fotografías bien grandes y buenas de sí mismos, que las enmarcan con tiempo para que las lleven con orgullo en sus entierros, con la esperanza de que esos retratos puedan llegar a hacer mella en el corazón del enemigo que, mientras cena, le lanza una fatigada mirada al televisor.
El periódico lo dejé en mi estudio. No por la foto, sino por el nombre de mi hijo, que era citado allí como uno de los sospechosos de aquella muerte. Aunque la publicación no nos hacía quedar nada bien que digamos, también es cierto que no todos los días aparece el nombre del hijo de uno en el periódico.
El amigo del alma de mi hijo vio el periódico en mi mesa de trabajo y me pidió permiso para llevárselo prestado con el fin de enseñarle a su padre enfermo la foto de la hermosa muchacha que había visto interrumpido su sueño por una bala anónima. Pero yo me negué a que el periódico saliera de mi estudio.
—¿Tan enfermo está tu padre que no puede salir a comprarse un ejemplar? —le espeté con dureza, sin obtener respuesta.
Y, al cabo de unos pocos días, el periódico despareció. Aunque el amigo del alma de mi hijo jura y perjura que él no lo tocó, todas mis sospechas recaen sobre él. Además, ¿qué es eso de entrar en mi estudio y fisgonear lo que tengo encima de la mesa, como si fuera uno más de la familia?
El caso es que el periódico desapareció, lo robaron o fue destruido, y aunque podría conseguirme otro, ya no estoy con ánimos, y sólo me esfuerzo por conservar en la memoria la imagen de la muerta, pero no su nombre. Hasta ahí podíamos llegar. Si olvidamos los nombres de los nuestros, cuando tan cruelmente son asesinados, ¿por qué vamos a tener que recordar los nombres de los muertos del enemigo? Aunque el nombre del pueblecito cercado sí lo guardo en la memoria, si no por mí, por los nietos que puedan venir. Pero por mucho que me esfuerzo en enseñarles la pronunciación correcta del nombre del pueblo a los dos amigos, ellos, envueltos en una especie de extraña arrogancia, se empeñan en pronunciarlo mal, según parece, a propósito, ya que cada vez lo llaman de una manera diferente.