Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 32

En un impulso, le preguntó a Dharmaraj mismo:

—¿Dónde está Shaama? Ella no puede pasar un solo momento sin mí.

Dharmaraj irguió su espalda y sonrió un poco. Después, hojeó velozmente el archivo del profesor, por última vez. Se preparaba a sí mismo para emitir su juicio. El profesor parecía un niño, esperando la calificación de su examen.

«¿Qué puedo decir? Me gustaría hacerles saber que fui profesor de Ciencias Políticas. A lo largo de mi vida, relaté a mis alumnos el auge y la caída, los méritos y defectos de distintos sistemas políticos. Cómo me explayaba acerca del individuo y la sociedad, las responsabilidades y tareas del Parlamento. Los derechos humanos eran uno de mis temas consentidos y escribí extensamente acerca de él, por lo que me otorgaron galardones y fui muy estimado. Siempre me desagradó el silencio en la política y tuve en gran estima el debate. ¿Qué puedo decir? Este silencio del cementerio me roe por dentro. ¡No entiendo cuál es el sistema vigente aquí! Aunque me inclinaría por decir que es una dictadura. ¡Nadie respira siquiera! ¡No hay un solo sonido! La gente, como máquinas, trabaja en un orden estrictamente reglamentado... ¡No sé qué hayan anotado en mi archivo! Que mi dios, Ishwar, sea mi abogado. ¡Cómo quisiera saber, desde ahora, su decisión! Terminarían para mí esta agonía y este suspenso».

Siguió, indefenso, mirando estúpidamente a Dharmaraj. Se sentía pequeño e inferior. Shaama, su morena amorosa, se paseaba por sus pensamientos. Veía sus aretes flotar frente a él.

Cerca de ahí, había un salón desde el que llegaba un sonido de risas y júbilo. Se asomó entre los paneles de vidrio. Había muchas mujeres reunidas allí. ¡Se reían! Chismorreaban y se divertían. Alcanzó a notar el sonido con que reía su esposa, que tenía su propio tono y ritmo. Cuando reía, aparecían unos hoyuelos en sus mejillas. Esos hoyuelos habían robado el corazón del profesor. Varias veces le había dicho: «He visto a muchas con hoyuelos en las mejillas, pero ningunos tan encantadores como los tuyos. Seducen mortalmente».


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