Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 28
También, fechas aparte a las que ya sabía aceptar y era un día de lluvia, se fijó en las vestimentas. El hombre pasaba siempre vestido de oscuro, elegante, discreto, con el mismo traje y la misma corbata y la misma camisa o eso parecía, pero ella cambiaba, no sabía en qué momento, cambiaba de vestido. Segundos antes de que el hombre pasara ella tenía puesto un chemisier gris con cuello y puños blancos y ah un cinturón de cuero blanco. Cuando el hombre desaparecía por detrás del parante derecho del ventanal, ella tenía puesta una túnica de gasa celeste y un turbante plateado y así seguía hasta el fin del día. Al siguiente se ponía pantalones negros y una remera rosa de mangas largas, pero después de que el hombre pasaba se veía vestida con falda floreada hasta los tobillos, botas cortas de color café y un top de raso beige. Y así de seguido pasando por mamelucos, trajes de baño, uniformes del Ejército de Salvación, burkas, bikinis, trajes sastres, vestidos de novia, trajes de buzo y negros hábitos de monja.
Cuando ya no le preocupaban los cambios de ropa, cuando ya estaba acostumbrada y el único inconveniente era que no podía salir a la calle con traje y casco de astronauta, por ejemplo, en esos días empezaron a aparecer los personajes. El hombre que pasaba no estaba solo. O sí lo estaba pero rodeado de gente. A veces eran dos o tres personas, a veces era una multitud. El hombre no los miraba, seguía pasando indiferente al clima y a las sombras a veces quietas, pero siempre animadas que estaban allá un poco más atrás, silenciosas. Indiferente a ella, a la casa, al jardín, a todo lo que no fuera el ritmo de su paso.
Ella dejó de mirar el paisaje y de mirarse a sí misma y volvió, como el primer día, a fijarse intensamente en el hombre que pasaba por su jardín. Pero ya no tenía mucho para descubrir; de hecho, no tenía nada nuevo. Era el mismo hombre que el primer día la había asustado tanto. Tal vez, se le ocurrió un día vestida con toga blanca y sandalias doradas, tal vez descubriera algo más si saliera y caminara con él. Pensó que era una excelente idea. Pero al día siguiente los personajes de allá en el fondo eran muchísimos y estaban uniformemente vestidos de marrón oscuro, enormes hábitos con capuchas todos hechos de telas bastas y pesadas, y andaban con las cabezas gachas mirado al suelo, las manos juntas, los labios moviéndose apenas en oración o conjuro y temió que las sombras se le echaran encima y la ahogaran y no salió. Durante muchos días alimentó esa fantasía de salir al jardín y acompañar al hombre en su camino. Sabía que no lo haría, ni en 1376 ni en 2001 ni en 1623 ni nunca y sin embargo no se permitió pensar en nunca. Vistió sedas y arpilleras, polleras y shorts, sweaters y perramus pero no salió.