Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 126
Todo lo hacía por una causa. Y la causa, lo entendías muy pronto, era el requisito absolutamente no negociable y visceral de hacerles llegar comida y dinero a los hambrientos, medicinas a los enfermos, cobijo a los indigentes, documentos a los desplazados; en general, del modo más secular, potente, empresarial y aterrizado posible, se trataba de hacer milagros. Esto no le impedía ser una empresaria habilidosa y con frecuencia descarada, en particular cuando enfrentaba a gente cuyo dinero, en su opinión, estaría mejor en los bolsillos de los necesitados. Suisindo era rentable, como tenía que serlo ya que mucho del dinero que entraba por la puerta de enfrente se iba por la de atrás, etiquetado para la buena causa que Yvette tuviera entre manos en ese momento. Y Kurt, el hombre más sabio y sufrido de todos, sonreía y asentía al ver el dinero irse.
Hay una historia que debo contar acerca de Yvette, una que escuché de primera mano contada por ella, aunque eso no es garantía de que sea verdad. Un funcionario de una misión humanitaria escandinava, enamorado de ella, la invitó a su isla privada en la costa sueca. Con toda intención oculto la identidad del hombre, ya que estaba casado y era un mujeriego famoso. Kurt e Yvette, entonces en Bangkok, estaban financieramente en las últimas. Había un contrato en juego: ¿lograrían o no lograrían quedarse con la comisión de la agencia humanitaria sueca para comprar varios cientos de miles de dólares de arroz para entregar a los refugiados camboyanos que morían de hambre en la frontera con Tailandia? Su competidor más cercano era un despiadado mercader chino sobre el que Yvette estaba convencida, sin más evidencia probablemente que su propia intuición, de que estaba tramando estafar tanto a la agencia como a los refugiados. Y, por insistencia de Kurt, Yvette se fue a la isla sueca. La casa de playa era un nido de amor preparado para su llegada. Ella juró que la habitación estaba alumbrada con velas aromáticas. Su pretendido amante ardía en pasión, pero ella suplicó paciencia. ¿Por qué no daban un paseo romántico por la playa? ¡Claro! ¡Por ti, cualquier cosa! Estaba helando, así que se tuvieron que cobijar bien. Mientras tropezaban por las dunas en la oscuridad, Yvette le propuso un juego infantil: Me quedo quieta. Así. Ahora párate detrás de mi. Más cerca. Muy bien. Ahora cierro los ojos y tú cúbrelos con tus manos. ¿Estás cómodo? Yo también. Ahora puedes hacerme una pregunta y yo tengo que contestar con absoluta honestidad. Si no lo hago, no soy digna de ti. ¿Has jugado este juego? Bien, yo también. Así que, ¿cuál es tu pregunta?