Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 124
Éstas eran las partes de la historia que parecían haberse quedado en el fondo de mi caja de herramientas: un anarquista con bicicleta, un jardinero enloquecido, el aroma de la Suiza farmacéutica, un diplomático cansado con sombrero de paja, y una añoranza renuente por África y las antiguas colonias.
¿Y la pena, por qué la pena?
¿Por qué insistía, desde las primeras líneas de aquel meloso borrador hasta la novela terminada, en que mi personaje principal perdiera a alguien muy cercano y fuera en su búsqueda? (Tessa es la antítesis de Justin —obstinada, decidida e involucrada apasionadamente con la causa de la ayuda y el apoyo a los olvidados de la tierra en Kenia, en particular a las mujeres; fue precisamente a causa de esa misión compasiva que fue asesinada.) ¿Por qué estaba yo resuelto, de pronto, a escribir sobre una pérdida tan cercana y dolorosa cuando, por fortuna, no he sufrido ninguna en años recientes?
Que haya elegido África no me sorprende, aunque siempre me desconcierta darme cuenta con qué bravuconería, con qué temeraria despreocupación le dediqué un par de años de mi vida a adentrarme en un tema del que conocía, en ese momento, casi nada. En parte, supongo, existe el atractivo de recibir una educación. Y las antiguas colonias siempre han tenido un atractivo algo incómodo, incluso si mis únicos recuerdos de África hasta entonces eran las filas de jeeps a rayas que esperaban para fotografiar al mismo león desconsolado, y las cabañas de los safaris llenas de turistas alemanes. Como muchos ingleses de mi edad, fui criado para gobernar a los nativos en nuestras propiedades de ultramar, y siempre me sentí avergonzado por eso. Las escuelas caras que me dieron lo que llamamos una educación asumían como su deber prepararnos para los pesares del gobierno imperial. Una vez por año, un predicador itinerante que se hacía llamar asesor vocacional visitaba nuestra escuela —fundada por el rey Eduardo VI y en mi época regida por el puño— y nos familiarizaba a todos en grupo con los modos de vida colonial en Malasia, Kenia y la India. Un caballero bien intencionado provocó un revuelo al advertirnos que cualquiera que condenara a muerte a un nativo, claro que tendría que estar presente en su ejecución. Era la definición del juego limpio para nuestro catedrático. Así que no me sorprende que en mi escritura persista una sensación de culpa colonial, ya sea que la colonia en cuestión haya sido nuestra o de alguien más. La antigua Palestina, Hong Kong, Vietnam, Camboya, Panamá, Ingusetia y Georgia, todas han sido personajes en mis libros anteriores, ¿por qué no añadir a Kenia a la lista?