Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 125
Eso me deja sólo con el asunto de la pena, y con el capítulo más desconcertante de mis cuarenta años de escritor profesional.
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En algún momento de mediados de los setenta decidí modificar la forma en la que trabajo —me había vuelto muy sedentario, un burócrata, no un hombre de campo. La imaginación y los recuerdos modificados deliberadamente ya no bastaban. Me merecía, y necesitaba, compartir las penurias sobre las que escribía. Era hora de que siguiera el consejo que con no poca arrogancia le impartí a un amigo pintor: que dejara de pintar paisajes por un tiempo y se fuera a vivir a uno. Así que me prometí a mí mismo que si quería escribir sobre algún sitio, iría a ese lugar, ya fuera en el sureste de Asia, en Medio Oriente, en el Cáucaso, o, más recientemente, en Kenia y el sur de Sudán. En pocas palabras, empezaría a escribir en movimiento, en compañía de cualquier confidente que hubiera designado como mi personaje principal, y hasta la fecha es lo que hago. Para El honorable colegial elegí como compañero de viaje al espía y gacetillero de Fleet Street, Jerry Westerby. Para La chica del tambor a la actriz Charlie. Y ahora, para El jardinero fiel, al diplomático Justin Quayle. Dicho con crueldad, el proceso es una especie de periodismo retorcido voluntariamente, donde nada es lo que parece y cada encuentro es examinado y, de ser necesario, replanteado para aprovechar mejor su potencial dramático. Las distorsiones creativas de siempre, entonces, pero realizadas al vuelo, al calor del momento; dejé la reflexión para más tarde, y para reescribir en tranquilidad.
Así fue como en 1974, más o menos, conocí a Yvette Pierpaoli, en la casa de un diplomático de la ciudad sitiada de Phnom Penh, durante una elegante cena mientras afuera se escuchaban los disparos en el palacio de Lon Nol, a unas cien yardas de distancia. Yvette iba con su compañero Kurt —un capitán marino suizo, qué más iba a ser—, y Kurt e Yvette dirigían una empresa de comercio llamada Suisindo, que tenía su sede en una vieja casa de estuco en el centro de la ciudad. Ella era una francesa de provincias, pequeña, vivaz, dura, y de ojos café, de casi cuarenta años, por momentos vulnerable y escandalosa, y enormemente empática. Conocía todas las artimañas. Podía extender los codos y gritarte como carretonero. Podía sonreír de tal modo que te derretía el corazón, podía engatusarte, adularte y conquistarte del modo en que necesitabas ser conquistado.