Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 46

Los demás ayudantes se esfuman y se desplazan a una plataforma alta rodeada de cortinas transparentes. Yo corro tras ellos y choco con la fila justo en el momento en el que se abre otra serie de puertas, directamente entre el palco real y la entrada de sirvientes.

Empezamos.

Mi mente retrocede al Huerto Magno, a las criaturas bellas y despiadadas que se hacen llamar seres humanos. Todas ellas ostentosas y presumidas, con duras miradas y peor genio. Estos Plateados, las Grandes Casas como Walsh las llama, no serán distintos. Incluso podrían ser peores.

Entran en manada, como un rebaño de colores que se distribuye por el Jardín Espiral con una gracilidad fría. Las diversas familias, o Casas, son fáciles de distinguir; todos sus miembros visten del mismo color. Lila, verde, amarillo, negro, un arcoíris de matices en dirección al palco de su familia. Yo pierdo la cuenta rápidamente. ¿Cuántas Casas hay? El gentío no deja de incrementarse, y algunos se detienen a charlar mientras otros se abrazan con rigidez. Me doy cuenta de que esto es una fiesta para ellos. Es probable que tengan pocas esperanzas de que de aquí salga una reina, así que esto es una mera diversión.

Pero algunos no parecen estar de ánimo festivo. Una familia de cabello plateado y atavíos de seda negra se sienta en concentrado silencio a la derecha del palco del rey. El patriarca de la Casa tiene barba puntiaguda y ojos negros. Más abajo cuchichea una Casa de color azul marino y blanco. Para mi sorpresa, reconozco a uno de los suyos. Sansón Merandus, el susurro que vi hace unos días en la plaza. A diferencia de los otros, él mira misteriosamente al suelo, con su atención puesta en otra parte. Tomo nota mental de no topar con él, ni con sus mortales aptitudes.

Curiosamente, no veo a ninguna mujer en edad de casarse con un príncipe. Tal vez se preparan en otro lado y esperan con ansia su oportunidad de ganar una corona.

De cuando en cuando, alguien oprime en su mesa un botón de metal con forma cuadrada para que se encienda una luz, lo cual indica la necesidad de un sirviente. Aquél de nosotros que esté más cerca de la puerta respectiva debe acudir al llamado, mientras los demás seguimos a la espera de nuestro turno para servir. Como es de suponer, tan pronto como me acerco a su puerta, el detestable patriarca de los ojos negros pulsa el botón de su mesa.


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