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Jéssica Rodríguez se concentra en señalar el desarrollo de la literatura infantil y juvenil desde 1940, cuyos manantiales representan en poesía los libros Simbólicas (1911) y La canción de las figuras (1916) de José María Eguren y en narrativa los cuentos “El caballero Carmelo” (1913) y “El vuelo de los cóndores” (1914) de Abraham Valdelomar. Rodríguez comenta las obras más importantes de mediados del siglo XX: “El trompo” (escrito en 1940, publicado en 1951) de José Diez Canseco; “Paco Yunque” de César Vallejo (escrito en 1931, publicado en 1951); “Rutsi, el pequeño alucinado” (1941) de Carlota Carvallo de Núñez; “El bagrecico” (1965) de Francisco Izquierdo Ríos; “Los inocentes” (1961) de Oswaldo Reynoso; hasta llegar a la novela de Óscar Colchado Lucio titulada “Tras las huellas de Lucero” (1980). Y finalmente hace una brevísima cala en Noé delirante (1963), libro de poemas de Arturo Corcuera, donde “el poeta actualiza el mito, amplía y torna fantástica la fauna que lo compone y la dota de una dimensión simbólica” (Rodríguez, 2013).

El canon literario

El riesgo de esbozar un panorama de la literatura infantil peruana es que lleva implícito un postulado: insinuar o fijar un canon de nuestra creación literaria para niños. El canon, como sabemos, es el precepto que forma un modelo. Me pregunto si será posible establecer una norma en las aguas cambiantes de la literatura, cuya propia naturaleza es la tensión entre las profundas corrientes y los oleajes imprevistos. Este movimiento dialéctico es la esencia del arte con la palabra que se define más por su ánimo turbulento y transgresivo, que por su vocación conservadora y sus afanes documentarios.

La construcción de un canon es siempre —como lo ha demostrado Harold Bloom, quien además relanzó el polémico concepto en su libro El canon occidental (2006)—, una lectura del presente que sacraliza el pasado; una suerte de arqueología literaria para preservar la letra y el espíritu de una obra o para levantar un monumento a la figura de un autor. En una frase: transferirlo del limbo literario (tal vez del infierno) al cielo en su consagrada condición de clásico. En una de sus prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro (1992) escribe que “la existencia de un gran escritor es un milagro […] Por cada gran escritor, ¡cuántas malas copias tiene que ensayar la naturaleza!”, pero Ribeyro no se detiene a decirnos quién declara este prodigio, a qué entidad divina o humana le corresponde descartar a un escritor y glorificar a otro. Jorge Luis Borges ensaya su propia visión metafísica al afirmar que “Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos, es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones leen con previo fervor y con misteriosa lealtad” (Borges, 1952).


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