Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 80
—Una jovencita dulce que se comía las trenzas —me susurró el Capitán—, que se arañaba las manos cuando trepaba a un árbol. La boda fue casi un juego entre una niña de quince y un soldado que en la guerra abandonó su inocencia hasta casarse con ella, cuando ya tenía cincuenta. Un juego que destrozó la gracia del primer encuentro y que opacó en el rostro de mi querida Lucille el resplandor de unas pecas que se incendiaban al sol.
No era una historia alegre. Pero todos, de alguna manera, vivimos en la ilusión y protegemos, según leyó el Capitán, la ruta que se ha escogido para escaparnos un rato, la alternativa al monótono terror de la vida cotidiana. Y nadie tiene derecho de rebajar a la burla las fantasías que alivian una realidad que muestra sus escondidos misterios a los que quieren buscarlos.
—Lucy —insistió—, se parecía a Robert Lee.
Después buscó en su cuaderno.
«Lee estaba hecho de platino, no de sangre como los demás mortales. Lee debía comer hostias para desayunar y dormir con coronas de espinas bajo la almohada... Desde su primer movimiento, mostró ser un genio para el martirio».
—Por eso perdió la guerra.
—Tal vez —replicó—. Sufría con bastante orgullo.
—¿Como Lucy?
Me devolvió una mirada que parecía reclamar la prudencia y la cordura que a él le estaban faltando.
—Sí —respondió—, como Lucy. Pero Lucy —agregó—, Lucy, tal vez, fue mejor.
—La ayudaría algún milagro.
—¡Un milagro! —exclamó—. Sí, tiene razón, ella misma era un milagro. A diferencia de Lee, que tuvo el valor, pero no la suerte, a Lucy le sobró valor y la acompañó la suerte.
—¿Y a usted?
De nuevo soltó un suspiro, reflexionó un instante, y me dijo:
—A mí me sobró la suerte. Estaba al lado de Lucy. Pero me faltó decencia para tratarla mejor.
Después me enteré en el libro de que a su mujer la obligaba a llamarlo Capitán, en la cama y fuera de ella. Que era de un triste orgullo, sin compasión por la dama que había resistido todo, incluso vivir con él para atenuarle los miedos que le heredó esa guerra, estancada en su memoria, recordándole la pólvora, el humo, el tumultuoso estruendo de una voraz pesadilla que nunca lo abandonó.