Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 79
Volvió a mirar el paisaje, la oscuridad y el vacío, la ausencia que le dejó un tono amargo en la voz.
—Sus hijos la habían anclado. La sedujeron con mimos. Aunque no sabían nada, sus gestos y ese rumor que correteaba en la casa hicieron de Lucy un árbol que proyectaba su sombra y acariciaba los rostros de esa pequeña tribu necesitada de amparo. Un árbol enraizado en el jardín y en la calle donde el tiempo transcurría acariciando sus hojas, imperceptible y cambiante.
Intentó una sonrisa, más resignada que alegre, y me explicó, al mismo tiempo que hacía bailar el libro con esa música seca de hojas que van pasando:
—Lucy tenía su estilo. Escuche cómo escribía, es decir, cómo hablaba.
Fue resbalando un dedo que deslizó por la página hasta una línea sombría.
«Había empezado a sentirme como una luna en cuarto menguante que tal vez nunca se volvería a llenar».
El Capitán me miró con ese brillo en los ojos que saben mostrar los chicos cuando se creen seguros de merecer un aplauso. No lo quería defraudar.
—Está bien. Pero es triste.
Suspiró y dijo, después de un rato:
—Nunca me di cuenta de nada.
Le pesaría alguna culpa, el rumor de la conciencia o una herida imposible que no le cicatrizaba. Siguió, ausente del tren y el mundo, hablando con su memoria.
—La conocí en un desfile. Era delgada y frágil. El viento la habría arrastrado soplando sin mucho esfuerzo. Yo estaba en una tribuna, al lado de un orador que insistía en recordar el heroísmo, la guerra, el admirable valor de los soldados que dieron un magnífico espectáculo a un público acomodado en sus lejanas butacas mientras que ellos perdían a sus mejores amigos en una absurda batalla. Oía el discurso sin ganas: era una lluvia insensata de frases envejecidas —me honro en compartir este estrado con nuestros distinguidos excombatientes, decía el orador—, cuando brilló entre la gente el rostro de esa muchacha que me distrajo un momento y, después, toda la vida.
Miró con cariño el libro, lo acarició suavemente, pensando tal vez en Lucy y en su memoria lejana, en el recuerdo de un tiempo hundido en el laberinto de su alocada invención. Entonces vi la palabra: Gurganus.