Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 25

Di un paso con mi pie derecho, para empezar la larga caminata a casa, cuando de pronto pasó algo extraño: me quedé dormido de pie.

No me derrumbé, no sentí miedo, pero —de pronto— simplemente ya no pude moverme. Mis ojos se cerraron y empezaba a caer cuando sentí, súbitamente, que unos brazos fuertes me atrapaban y me levantaban en el aire. Pude oler la nicotina en el aliento cálido de mi padre, que me acunaba en sus brazos, daba media vuelta y comenzaba la marcha arrastrando los pies.

Todo aquello fue increíble porque estábamos a casi dos kilómetros de casa, y era realmente tarde, y el circo casi se había desvanecido y toda su extraña gente ya no estaba allí.

Por la banqueta vacía, mi padre marchó, cargándome en sus brazos toda esa gran distancia. Imposible: después de todo yo era un muchacho de trece años y pesaba más de cuarenta kilos.

Podía sentir sus esfuerzos para no soltarme, pero no podía despertar del todo. Luché por parpadear y mover los brazos, pero pronto estuve profundamente dormido y durante la siguiente media hora no tuve forma de saber que aún me llevaba, como una extraña carga, a través del pueblo, que apagaba sus luces.

Como desde muy lejos, oí voces y a alguien que decía: —Ven, siéntate, descansa un momento.

Me esforcé por escuchar y sentí que mi padre se estremecía y se sentaba. Me di cuenta de que en algún momento del viaje habíamos pasado ante la casa de algún amigo y que la voz había llamado a mi padre para que descansara en el porche. Estuvimos allí por cinco minutos, tal vez más, con mi padre sosteniéndome en su regazo y yo, aún medio dormido, escuchando la risa gentil del amigo de mi padre, que comentaba nuestra extraña odisea.

Al cabo, la risa gentil cesó. Mi padre suspiró, se levantó, y mi medio sueño continuó. Mitad en sueños y mitad no, lo sentí cargarme durante el último kilómetro, hasta la casa. La imagen que conservo, setenta años después, es la de mi buen padre, sin hacer nada más que algún comentario seco, llevándome por las calles oscuras; probablemente es el recuerdo más hermoso que un hijo ha tenido de alguien que lo cuidaba, y lo amaba, y a quien no le importaba hacer esa larga caminata hacia su casa, de noche.


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