Читать книгу Antología 10: Planes divinos онлайн | страница 12

Llegué a mi casa, y allí derramé mi corazón delante de Dios. ¿Por qué dolía tanto? ¿Me sentía frustrada por ella, o por mí? ¿O por ambas? No paraba de llorar, ¿cómo podía doler tanto en el corazón? ¿Cómo podría entender mi familia lo que estaba sucediendo?

Durante varios días esperé con anhelo que ingresara para verla de nuevo, pero no sucedió así. Aunque debo decir que su vida marcó un antes y un después en la mía, en este caminar con Cristo. A través de esta experiencia, me enseñó el amor por el perdido, y por su familia.

Pasado un tiempo, me encontraba yo en la oficina pastoral redactando unas cartas, cuando de pronto entró un joven de rehabilitación, y le pidió al pastor que lo atara, que no lo dejara ir, que tenía muchas ganas de volver a consumir drogas. Ese clamor de dolor me impactó, y nunca lo olvidé. Desde allí entendí que había algo más para mi vida, que empezaba a descubrir el llamado de Dios para mí.

Transcurrieron los meses, y nuevamente me entró un llamado desde el centro de rehabilitación: “Elizabeth, tu hermano se fue del programa”. ¡No podía ser! Inmediatamente Dios me dijo: “Tú también necesitas restauración”. Tomé el teléfono y llamé a los pastores, y les dije que necesitaba de Dios en mi vida, que ya no quería el frío en el corazón.

Continuando en los procesos de Dios

Así siguieron los días de este proceso en el Señor: conociéndole, adorándole y obedeciéndole. Él transformaba lo que yo no había podido por mi propia cuenta, ni con mis propias fuerzas. Pude conocer mucho más sobre el amor por el perdido, por las familias, por todas esas personas que venían a rehabilitarse. Y nuevamente llegaba la reflexión: era a ellos que Dios restauraba, pero podía ver que Él también lo hacía conmigo. ¡Qué maravillosa experiencia! Pude entender que, aunque yo jamás me había drogado, mis pecados eran como si lo hubiera hecho. Estas familias me estaban entrenando a mí, sin ellos saberlo.

Acompañaba a las jóvenes en restauración, a las iglesias que nos invitaban, y a través de sus experiencias podía ver el mover de Dios. Comencé a ver cómo muchos de ellos eran restaurados por el poder del Señor en sus vidas. El solo verlos caminar era un regalo de Dios cada día, ellos eran el milagro caminando delante de mis ojos. ¡Qué experiencia divina! Descubrir que yo comenzaba a ser un canal de bendición para otros, ¿qué más querría hacer Dios en mí?


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