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Junio, 1998


Tesoro

susan straight

estados unidos

Hasta los chapulines eran diferentes aquí en California. Los de aquí eran muy cabezones y sus antenas tan largas como los pelos de las cejas de los ancianos. Los chapulines deambulaban por los jardines del hotel como si supieran que nadie se los comería.

Hasta hace pocos meses, Araceli había juntado chapulines pequeños para su abuela, que los espolvoreaba con chile rojo y los amontonaba en una canasta de palma para venderlos en el mercado. Araceli extrañaba el sabor del chile ahora. Sentía que los dientes se le aflojaban en las encías por todas las naranjas que se comía en la noche con su amiga Elpidia en los naranjales que rodeaban el trailer park.

Los chapulines no hacían ruido ahora, ya bien entrada la calurosa mañana, cuando las mujeres limpiaban los cuartos del hotel. Pero desde el número 14, el áspero sonido de algo pequeño se había grabado en la cabeza de Araceli. Cinco días antes habían agarrado un chapulín grande dentro del cuarto, y el letrero que decía «Do not» estaba colgado en la puerta como un escapulario. Ahora había silencio en el camino de loseta roja que iba a lo largo de los blancos muros de adobe. El hotel parecía una iglesia enorme, rodeada de veinte capillitas. Dentro de los cuartos, mujeres con batas blancas, vendas blancas y dientes blancos esperaban a que sus cicatrices desaparecieran. Araceli se preguntaba si rezarían. Su abuela añadía la única palabra que decía en español: Tesoro. «Para mí, todo lo que como es un tesoro. Nadie sabe lo que es el tesoro de otra persona.»

Abrió con su llave el número 13. El cuarto estaba vacío, con las toallas húmedas y amontonadas en el suelo, como si alguien las acabara de lavar en el río.

Afuera, en el pasillo, oyó que la supervisora, Luz, hablaba en español con uno de los jardineros. Luz era norteña, de Sinaloa. Era mandona, tenía las mejillas pálidas como el nixtamal y no hablaba mixteco. «¿De Oaxaca?», había exclamado cuando Araceli y Elpidia llegaron a trabajar al hotel, llevadas por el primo de Elpidia, Rodolfo, que trabajaba en la lavandería. «¡Puros indios!».


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