Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 86
Una mujer caminaba a ciegas, con los ojos cubiertos por vendas, apoyándose en el brazo de una enfermera. La enfermera, entrecerrando los ojos y alzando la barbilla, le pidió a Araceli que se apartara. Araceli usó su llave para meterse al cuarto que acababa de limpiar. Vio de reojo un mechón de grueso pelo rubio como el borde de una escoba, que salía del turbante de la mujer, y luego se cerró una puerta.
Muchas de las mujeres que había alcanzado a ver tenían el cabello rubio: amarillo cobrizo como el cempasúchil, o plateado con mechones cenicientos. Por eso había reparado en la mujer del número 14, cuando entró en el cuarto la semana pasada. Su pelo era rojo, pero no como si se lo hubiera teñido, sino rojo pálido, delgado y lacio como un flequillo de seda sobre su cuello. La mejilla de la mujer, que se había vuelto hacia otro lado, estaba salpicada de pecas, que parecían un montón de hormiguitas.
En silencio, permaneció junto a la puerta del número 14, escuchando. El chapulín ya no estaba. La mujer lo había matado, o lo había dejado salir. Pero el letrero seguía ahí.
«Do not», Araceli le dijo a Elpidia, que vino a mirar los claveles de la cubeta detenidamente, quitando un pétalo roto. Araceli miró en la gruesa puerta de madera, recién pintada de azul, el letrero que colgaba. Nunca se acordaba de la tercera palabra, pero no importaba, pues lo único que había que saber eran las dos primeras.
Cuando una mujer dejaba ese letrero en su puerta, les había dicho Luz la primera semana, significaba que no quería que nadie la viera, ni siquiera las recamareras. A esas mujeres no les importaba quedarse con las sábanas sucias, con los platos sucios. No querían que nadie viera sus ojos amoratados, su piel en carne viva como la de los animales de las carnicerías, sus narices hinchadas como calabazas.
Ahora Luz venía siguiéndole los pasos por el corredor, con sus anchas piernas que las medias apretadas hacían parecer salchichas en sus envolturas, con sus tacones bajos golpeando las baldosas como la mano de un molcajete moliendo granos de pimienta. Luz les había vendido a Araceli y Elpidia los zapatos que, según ella, tenían que usar, unos zapatos de trabajo negros con suelas de hule. A veinte dólares. Siempre sabía, siempre venía cuando Araceli y Elpidia dejaban de trabajar y empezaban a platicar, como si una mosca hubiera ido volando a su cubículo cerca de la lavandería para avisarle.