Читать книгу Cuentos de Asia, Europa & América онлайн | страница 88
Tiró la ciruela en la bolsa de la basura de su carrito, se cercioró de que no viniera nadie por el corredor y luego tomó una toalla limpia de la pila que llevaba y vaciló, recordando que había oído ese ruido sordo y áspero característico de los chapulines tras la gruesa puerta de madera. Puso la mano en el picaporte de hierro forjado. No había sido un chapulín. Se recargó en la puerta, sintiéndose débil por un momento, y luego se metió y puso el cerrojo.
Luz podía venir. Haría un escándalo y correría a la administración, donde los dueños del hotel y la clínica fruncirían el ceño. Vendrían por el pasillo, tomarían a la niña o simplemente la moverían con sus dedos llenos de anillos. Llamarían a la policía, que se llevaría a la niña a sus instalaciones. Tratarían de encontrar a la madre, la pelirroja que sólo tenía dos arrugas en el rabillo de cada ojo, como dos pestañas sueltas incrustadas en la piel.
Araceli permaneció de pie junto a la niña. Su cuerpo estaba esquinado en la cama, como si hubiera logrado moverse unos doce centímetros a la izquierda durante los tres o cuatro días que llevaba ahí. ¿Para qué tratarían de encontrar a la madre?, pensó Araceli, con la garganta seca y la lengua escaldada por la sal. La madre se había ido. La madre había dejado a esta niña llore y llore, moviendo sus manitas hacia delante y hacia atrás sobre la colcha blanca, enojada, furiosa, desesperada. Las piernas de la niña aún estaban encorvadas, alzadas en óvalo, aún sin enderezarse como las de las niñas más crecidas.
Araceli pasó la mano por el algodón de la colcha. Los dedos de la niña estaban tiesos como varas de canela; las uñas de sus dedos eran como los pellejos transparentes del maíz recién lavado.
Araceli temblaba, y la espalda le dolía. Agarró la toalla. No en una bolsa. No iba a poner a la niña en una bolsa de plástico. «Do not».
Deslizando las palmas de las manos por debajo de la niña, se mordió los labios hasta que la sal de la ciruela entró a su sangre. Alzó la columna vertebral, los hombros, la pesada cabeza, y depositó el cuerpo en la toalla de baño. Luego, dobló los lados de la toalla sobre el cuerpo y envolvió el bulto, apretándolo como si la toalla fuera un rebozo de los que cuelgan las mujeres sobre sus espaldas, con las niñas dormitando contra los omóplatos de sus madres.