Читать книгу La Reina Roja онлайн | страница 26
Me dirijo de nuevo a la plaza, con los brazos colgando a los lados, sueltos pero listos para entrar en acción. Mi danza consiste normalmente en esto, atravesar las partes más congestionadas de un tumulto y dejar que mis manos prendan bolsas y monederos como telarañas atrapando moscas. No soy tan tonta para intentarlo aquí. En cambio, sigo a la gente por la plaza. Mis fantásticos alrededores ya no me deslumbran, así que ahora veo más allá, las grietas en la piedra y los agentes de seguridad de uniforme negro que hay en cada sombra. El increíble mundo plateado adquiere entonces una forma más clara. Los Plateados apenas se miran, y nunca sonríen. La niña telqui parece aburrida mientras da de comer a su extraña criatura, y los comerciantes ni siquiera regatean. Sólo los Rojos parecen vivos, volando entre los lentos hombres y mujeres que disfrutan de una vida mejor. Pese al calor, el sol y los luminosos estandartes, yo nunca había visto un lugar tan frío.
Lo que más me preocupa son las negras cámaras de video ocultas en las copas de los árboles o en los callejones. En la aldea hay unas cuantas, en el puesto de Seguridad o en el ruedo, pero aquí cubren todo el mercado. Puedo oírlas zumbar, como para recordarme que alguien vigila.
La marea de la multitud me lleva por la avenida principal, frente a tabernas y cafeterías. Algunos Plateados están reunidos en un bar al aire libre, en donde miran pasar a la gente mientras disfrutan de sus bebidas matutinas. Un puñado de ellos ven pantallas fijas en las paredes u otras que cuelgan de los arcos. Cada una proyecta algo distinto, desde viejos combates hasta noticias y programas vistosos que yo no entiendo; todo se confunde en mi cabeza. El agudo silbido de las pantallas y el ruido distante de la energía estática zumba en mis oídos. No sé cómo pueden soportarlo. Pero los Plateados ni se inmutan, e ignoran los videos casi por completo.
La Mansión proyecta sobre mí una sombra tenue y me descubro mirándola otra vez con ridícula veneración. Justo en este instante, un zumbido me hace reaccionar. Al principio parece el timbre del ruedo, el que usan para dar por iniciada una Gesta, pero éste es diferente. Grave, y en cierto modo más sonoro. Sin pensarlo, me vuelvo hacia él.