Читать книгу Salvos por gracia онлайн | страница 7

Aquí, el profeta habla de la tierra nueva, y dice que cada sábado nos reuniremos todos en la Santa Ciudad para adorar a Aquel que está sentado en su santo templo, y de mes en mes, ya que el árbol de la vida “dará cada mes su fruto para sanidad de las naciones”, (Apocalipsis 22:2).

Volvamos ahora al tema central de este capítulo: la ley y la gracia. Por un lado, si leemos los escritos de Pablo, nos encontramos con las siguientes declaraciones: “Concluimos pues que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley”, (Romanos 3: 28); “Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: el justo por la fe vivirá”, (Gálatas 3:11). “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe… no por obras, para que nadie se gloríe”, (Efesios 2:8–9).

Pero, si leemos los escritos de Santiago, podemos notar que dice aparentemente lo contrario: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores… porque cualquiera que guardare toda la ley y ofendiere en un solo punto, se hace culpable de todos… Así hablad y así haced como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad… la fe, si no tiene obras, es muerta en si misma… Vosotros veis que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe, porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe, sin las obras está muerta”, (Santiago 1:22, 23, 25 y 2:10–26).

¿Se contradicen Pablo y Santiago? Pablo afirma que el hombre es justificado por la fe sin las obras, y Santiago dice que es justificado por las obras y no solamente por la fe. No hay ninguna contradicción. Lo que Pablo trata de explicar es que el ser humano es incapaz de “hacer” algo en favor de su salvación, aunque sea fiel observador de toda la ley, necesita de la gracia de Cristo para ser salvo, de lo contrario, cualquier incrédulo podría salvarse con solo acostumbrarse a cumplir con la ley. Santiago, en cambio, trata de enseñar que por más que uno “diga” tener fe, si esa fe no está acompañada de obras, es una fe muerta. Una fe genuina debe estar acompañada de obras, no para que estas nos justifiquen ante Dios, sino como fruto de una vida de entrega a Dios.


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